Dos años
La Universidad considera en su ideario que “la actividad académica se rige por la verdad científica, la ética, el respeto a la vida y a los demás, es libre de confesionalismos, de prejuicios económicos y sociales y toma en consideración el uso racional de los recursos naturales y la conservación del patrimonio del país”, asimismo “sus miembros deben ser íntegros y tener conducta apegada a las leyes, a las normas y a los compromisos contraídos dentro y fuera de la universidad”.
A dos años de la tragedia, los padres de los estudiantes fallecidos están seguros de una cosa: sus hijos no murieron en un accidente, como se les ha dicho tanto por la Universidad como por la empresa anfitriona, sino los tres fueron asesinados. Una pésima investigación del Ministerio Público de Izabal imposibilitó en buena medida avances importantes en el caso; sin embargo, una cosa es clara, Ángel Rodolfo y Juan Carlos recibieron un golpe en la cabeza que los dejó inconscientes, después vino la asfixia por sumersión —se les ha dado la estúpida explicación de que ellos se dieron un mutuo cabezazo—. Los padres de los estudiantes han hecho lo que está en sus manos para intentar averiguar lo que cualquiera haría: saber qué pasó.
El primero de los cuerpos que apareció fue el de Nahomy —en cuya necropsia el Inacif olvidó hacer pruebas de violencia sexual—. Horas después aparecieron los dos hombres. Ninguno llevaba chaleco salvavidas, el bote en donde navegaban junto al biólogo de la empresa es precario y peligroso. Cuatro personas en la lanchita era imprudencia, sobre todo al zarpar de noche con el objeto de observar cocodrilos. Testigos cuentan que el empleado de la minera no se comportaba con normalidad.
Tres familias lloran a sus hijos, pero también les lacera el corazón sentir la actitud indolente, opaca y sobre todo hostil que han tenido tanto la Universidad como la empresa. Toneladas de papel se leen todos los días sobre los eternos fallos de la gestión pública, pero que una de las mejores universidades del país y sin lugar a dudas una de las más grandes empresas privadas tengan la actitud que han tenido es una verdadera vergüenza y las homologa a esa crítica hacia las instituciones del Estado en donde la vida vale poco. Educar no es impartir cursos y ver que los estudiantes los aprueben. De esa educación formal estamos hartos.
Estas dos instituciones privadas deben tener las agallas de advertir su error y empezar a exigir a esa justicia que ha sido, por décadas, el mejor cómplice de la impunidad se eche a rodar, deben sumarse a los esfuerzos por saber qué pasó y quiénes son los responsables y, eso sí, que asuman su responsabilidad con gallardía y humildad.