Carnaval, esa sana locura
Son unas pocas horas al año donde la sonrisa pueril vence sin esfuerzo al gesto más adusto.
La sola palabra nos transporta de inmediato a uno de esos lugares famosos en el planeta donde la celebración adquiere carácter de fiesta mayor.
Para mí, basta pensar en el jardín de mi casa o en el patio de mi niñez; espacios donde la fantasía, el disfraz, la máscara, la ilusión han estado siempre permitidas. Cascarones coloreados con añilinas, rellenos de pica pica y tapaderas de papel de China; barquillos en los dedos que hacían de cucharas para comer el helado que se servía cuando caíamos exhaustos luego de perseguir a los hermanos y primas por el patio, en el afán de quebrarles cascarones en la cabeza.
Nunca he entendido por qué en Guatemala el Carnaval es principalmente una fiesta infantil. ¿Acaso expiran la ilusión y la fantasía cuando cumplimos 12 años? Contradictoriamente, somos los adultos quienes frecuentemente necesitamos del disfraz y la máscara lúdica para liberarnos por un rato de las que vestimos cotidianamente, cada quien según los roles que desempeña en la sociedad.
Con excepción de Mazatenango, no sé de muchas localidades en el país que tengan el Carnaval como una celebración comunitaria de importancia.
A lo mejor, si tuviéramos más momentos de este tipo y más lugares para recrearnos, para jugar, bailar y divertirnos colectivamente sin necesidad de competir y sin desgastarnos en el consumismo, seríamos una sociedad menos violenta, más proclive a la solidaridad y la esperanza.
Hace cuando menos 35 años que las Naciones Unidas declaró que “después de la nutrición, salud, educación, vivienda, trabajo y seguridad social, la recreación debe considerarse como una necesidad básica, fundamental para el desarrollo”. En otros países latinoamericanos, las políticas sobre el ocio y la recreación son ya parte cotidiana del instrumental de políticas públicas del Estado. Se comprende su papel complementario en el desarrollo integral de las personas, su rol en la cohesión social y su efectividad como herramienta para romper con los círculos de pobreza, inactividad, violencia y marginación social. No digamos, su papel en el fomento de la salud mental individual y colectiva.
El Carnaval reúne en potencia muchas de esas virtudes. Mantener la capacidad para la alegría y lo lúdico es fundamental para enfrentar sanamente los enormes desafíos que tenemos. Ya lo dijo Mario Benedetti, el poeta: No queda de otra, toca “defender la alegría como una trinchera; defenderla del escándalo y la rutina, de la miseria y de los miserables… de las dulces infamias y los graves diagnósticos”.