MIRADOR
El costo de la decisiones públicas
El Cacif publicó recientemente un análisis sobre el impacto en la economía nacional de las medidas tomadas para enfrentar la pandemia. Algunos salieron inmediatamente a ponerlo en duda, sin ofrecer otro análisis que contrastara el presentado que, además, coincide con la caída de la recaudación fiscal hecha pública por la SAT, y por el padecimiento que todos los ciudadanos experimentamos a diario en relación con la falta de trabajo, de oportunidades, de negocios o de clientes. No hay que ser muy sesudo para advertir lo que está ocurriendo.
Pero no ha sido únicamente el sector privado nacional quien ha puesto sobre la mesa cifras de recesión económica. La Ocde, en un informe titulado Better policies for better lives, habla de una caída del PIB mundial del 6% en 2020, y si se considera una segunda ola de pandemia, el porcentaje subiría hasta el 7,6%. Si todavía es escéptico, puede consultar el Global Economic Prospects, que sitúa el desarrollo económico para 2020 cerca de -8%, siendo los países latinoamericanos y caribeños los más afectados, con cifras que oscilan entre el -7.2% de recesión del PIB y de -8.1% en la renta per cápita. En otro gráfico muestra las mayores recesiones económicas del pasado siglo: las dos posguerras mundiales —superiores a la actual— y la Gran Depresión de los treinta, equiparable con la presente.
' No cobre un solo centavo el próximo mes, tal y como ocurre con quienes tienen empresas cerradas por obligación.
Pedro Trujillo
Está en su derecho de pensar que lo mejor es quedarse encerrado en casa y no abrir parcialmente los negocios. Así opinan muchas personas y numerosos expertos en salud, pero a quienes tienen ese comprensible criterio protector les propondría este reto: no cobre un solo centavo el próximo mes, tal y como ocurre con quienes tienen empresas cerradas por imposición. Si son capaces de aceptarlo, puedo entender su postura, pero me temo que quienes hablan de cerrar la economía y quedarse en casa son los que tienen un salario asegurado que no depende, en absoluto, de salir a producirlo diariamente, y con esas cartas es fácil jugar.
Entiendo que una apertura total tampoco es la solución, pero para eso está la cabeza, las experiencias de otros y, sobre todo, la teórica racionalidad del ser humano. Si queremos utilizar los códigos de colores, hagámoslo. Así, en un municipio o departamento con “código rojo”, los establecimientos abiertos —que serían todos los que sus dueños deseen— tendrían una limitada afluencia cifrada en un 15% del aforo. Por el contrario, en otros con “código amarillo”, la afluencia podría aumentar hasta el 60%, por poner ejemplos numéricos que pueden adaptarse. De esa forma no se suspendería ninguna actividad económica y se respetaría el distanciamiento entre personas. Aplique una lógica similar para transporte público, cines, restaurantes, centros de conveniencias, mercados, etc., y habrá encontrado una solución equilibrada sin cerrar totalmente.
Las medidas restrictivas absolutas no sirven —quizá en festivos— por muchas razones: somos una sociedad indisciplinada, y nos valen las normas; el sistema nacional de salud es tan desastroso que no es capaz de soportar más tiempo la presión que tiene —reto para el futuro—, y la prohibición no impide que la gente se movilice, sino que se apuñusque en peores condiciones respecto de la normalidad. Buscar el equilibrio es lo razonable y se entiende perfectamente cuando el reto es producir para vivir. Quien no tenga esa disyuntiva —empleado o funcionario— está condicionado por la comodidad de vivir sin el riesgo de quien debe llegar a final de mes. Y si no, trabajen sin salario y verán cómo lo entienden, porque de la crisis no nos saca nadie, menos este Estado disfuncional que tenemos.