LIBERAL SIN NEO
El fin de la historia no se cumplió
Hoy se cumplen 20 años del ataque del 11 de septiembre 2001, en el que cuatro aviones comerciales estadounidenses fueron secuestrados por operativos suicidas; dos derribaron las Torres Gemelas en Nueva York, uno colisionó en el Pentágono y otro, cuyo objetivo era la Casa Blanca, cayó en un campo abierto en Pennsylvania. La operación fue planeada y dirigida desde Afganistán por el saudí Osama Bin Laden, jeque de la organización islamista fundamentalista Al Queda, en una táctica de guerra asimétrica, causando gran destrucción de vidas, propiedad y amplia cobertura mediática, a muy bajo costo y con un pequeño grupo de militantes suicidas.
' Sin cambio de dirección, en una generación se llegará al final de un capítulo.
Fritz Thomas
En 2001, EE. UU. y Europa se encontraban en un estado complaciente y hasta triunfalista, luego de la caída del Muro de Berlín, a finales de 1989, y dos años después la implosión y desintegración de la Unión Soviética. Parecía articularse la visión de Francis Fukuyama en su libro El fin de la historia y el último hombre (1992); el punto final de la evolución ideológica de la humanidad y la universalización de la democracia liberal occidental como la forma final de gobierno. El 11 de septiembre, sus secuelas y el ascenso de China en las siguientes dos décadas derribaron la teoría de Fukuyama, la complacencia de occidente y el capitalismo democrático liberal como destino inexorable.
Poco después de los ataques del 11 de septiembre, EE. UU. inició la “guerra contra el terrorismo”; conjuntamente con el Reino Unido invadió Afganistán y en solo dos meses derribaron al gobierno talibán, una facción político-religiosa ultraconservadora que gobernaba el país y había dado refugio y apoyo a Al Qaeda. En años siguientes, EE. UU. y la Otán libraron una recia guerra contrainsurgente, para luego dedicase a implantar una democracia liberal en el país, derrochando cientos de miles de millones de dólares en la “construcción de instituciones”, así como entrenar y equipar a un ejército profesional afgano. Resumiría lo apartada de la realidad que estaba la misión estadounidense con el hecho de que su embajada en Kabul ondeaba la bandera gay en un país en el que imperaban valores y cosmovisión islámica del siglo VII. Casi 20 años después, el pasado 31 de agosto, los últimos efectivos militares y diplomáticos de EE. UU. evacuaron Afganistán de forma apresurada y caótica, entregando al enemigo gran infraestructura y equipamiento militar y numerosos ciudadanos estadounidenses como rehenes.
Al inicio de la presidencia de Joe Biden, el historiador Niall Ferguson pronosticó que las primeras pruebas de alto impacto a su liderazgo serían en el campo de las relaciones exteriores, y tras apenas ocho meses de su administración el tiempo le ha dado la razón. El restablecimiento del emirato islámico en Afganistán bajo los talibanes es un poderoso e inspirador imán para el yihadismo fundamentalista, que, si bien no constituye una amenaza militar para EE. UU. y occidente, sí representa un peligro latente para el rompimiento del orden en Arabia Saudí, Egipto y especialmente Israel, la única democracia liberal en el Medio Oriente. China, Rusia e Irán observan con interés; las elites políticas y militares de EE. UU. han perdido la voluntad de liderar y destruir su imagen de invencibilidad.
La humillante retirada de Afganistán ocurre al tiempo que EE. UU. atraviesa una crisis de valores, duda de su historia, tradiciones, cultura e instituciones, sufre polarización y explosivo aumento de gasto público financiado con deuda. Es insostenible. No será el fin de la historia, pero sin cambio de dirección, en una generación se llegará al final de un capítulo.