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El miedo es ateo
Puede que los tiempos que corren no inviten a la sonrisa, pero el buen humor puede suponer un ejercicio sanador.
El ser humano necesita seguridades y certezas desde las que vivir y actuar. Saber a qué atenerse permite tomar decisiones oportunas en cada momento. Cuando la estabilidad y la seguridad de la vida humana falta, entonces surge un sentimiento de impotencia, y cuando la amenaza del mal es inminente e inapelable, el fastidio es atenazante. A eso le llamamos miedo.
Puede que los tiempos que corren no inviten a la sonrisa, pero el buen humor puede suponer un ejercicio sanador.
Es inevitable sentir miedo, sobre todo si el momento que nos toca vivir es un tiempo de crisis, por la violencia, por los desastres naturales, por la corrupción, por el temor al futuro… Sobre todo experimentamos miedo cuando, ante diversas amenazas, nos vemos incapaces de proteger y conservar la propia vida y la de los que amamos.
Esta es la situación que vivían los discípulos de Jesús en el conocido episodio de la tempestad calmada: atravesaban el lago cuando “De pronto se desató un fuerte viento y las olas se estrellaban contra la barca y la iban llenando de agua (…) ¿por qué tenían tanto miedo?” (Marcos 4, 35-41). ¡Tenían miedo a morir!
“De todas las desgracias humanas, la muerte es la mayor de ellas”, por esa razón es comprensible que nos cause repugnancia y ante su inminencia naturalmente sintamos miedo.
Ante el miedo podemos mostrarnos valientes o incluso audaces para afrontarlo, aunque no siempre es posible. El episodio de la travesía del lago es un ejemplo de cómo, en una situación extrema, puede llegar a faltarnos el valor para superar la prueba. ¡Es hora de poner en juego la esperanza! A través de ella nos dirigimos a los bienes futuros que son arduos pero posibles.
La probabilidad de alcanzar esos bienes se afinca en el poder de quien puede devolvernos la estabilidad de la vida. Los tripulantes de la barca en zozobra se olvidan de un dato fundamental: Dios sigue estando presente, quiere nuestro bien y está dispuesto a mostrar su amor y su misericordia en medio de la tempestad. El miedo es ateo porque se olvida de que Dios está con nosotros en todo momento y es obsesionante porque se hace más fuerte cuando no se le hace frente.
La fórmula es válida y se comprueba no solo en el acontecimiento evangélico de la tempestad calmada, sino en el temple con el que tantos han afrontado la amenaza del mal. Estos días recordamos a Tomás Moro. El gran escritor inglés G.K. Chesterton lo consideró “el más grande de los ingleses que actuaron en la historia”. Nació en el año 1477, y completó sus estudios en Oxford; se casó y tuvo tres hijas y un hijo. Ocupó el cargo de canciller del reino. Escribió varias obras sobre el arte de gobernar y en defensa de la religión.
Benedicto XVI habló de él llamándolo el “gran erudito inglés y hombre de Estado, quien es admirado por creyentes y no creyentes por la integridad con la que fue fiel a su conciencia, incluso a costa de contrariar al soberano de quien era un “buen servidor”, pues eligió servir primero a Dios”. En definitiva: un político honesto, algo casi imposible de encontrar en nuestro tiempo.
Por haberse opuesto al rey Enrique VIII en la cuestión de su pretendida anulación de matrimonio, fue decapitado el 6 de julio de 1535. Mantuvo hasta el final su sentido del humor, confiando plenamente en el Dios misericordioso que le recibiría al cruzar el umbral de la muerte.
Mientras era conducido al cadalso bromeó con el verdugo diciendo: “Le ruego me ayude a subir, porque para bajar ya me las arreglaré yo solo”.