Liberal sin neo

El simbolismo es penetrante

La creciente presencia de irracionalidad cultural y política.

En el estudio de la historia y las ciencias sociales hay bastante acuerdo en que toda civilización pasa por procesos de cambio histórico. Es generalmente reconocido que civilizaciones inician y terminan; toman forma, florecen y crecen, alcanzan alguna cúspide de poder y prosperidad, entran en fases de debilitamiento y decadencia antes de llegar a su fin. Hay menos acuerdo sobre cómo ocurren estos procesos, sus causales, límites y cronologías precisas.

En La evolución de civilizaciones (1961), Carroll Quigley propone que en la historia de la humanidad ha habido, a lo sumo, una veintena de civilizaciones. Se sabe que la civilización de Mesopotamia existía en 3,000 a.C. y en 1,000 d.C. no era más. La civilización clásica claramente existía en 500 a.C. y no estaba presente en 1,000 d.C. La civilización mesoamericana se catapultó con el esplendor de los mayas entre aproximadamente 250 d.C a 900 d.C y dejó de ser, en definitiva, con el colapso de los aztecas, en el siglo XVI. La civilización andina surgió un poco más temprano que la mesoamericana y colapsó poco más tarde que ella. La civilización islámica surgió en el siglo VII y colapsó como imperio Otomano en el período entre las dos guerras mundiales.

Si bien hay disputas entre teorías e interpretaciones de la historia, sin necesidad de proponer una cronología y fases precisas, actualmente existe la civilización llamada occidental, caracterizada por ciertos valores, creencias y prácticas. Rasgos como los derechos individuales, la democracia, estado de Derecho, propiedad, libertad para creer, pensar y decir, comerciar, son propios de esta civilización. La humanidad dio un gran salto en los pasados tres siglos.

no corresponden a hazañas de personas particulares; son atributos de una clase.



Entre varias, una posible característica de la fase de decaimiento de una civilización es la creciente presencia de irracionalidad cultural y política. El rechazo de su propia historia, cultura y legitimidad de sus instituciones. La semana pasada fue la Semana Santa, que culminó con el domingo de Resurrección, el 31 de marzo. Fue precisamente ese día que el presidente Joe Biden, “por los poderes depositados en él por la Constitución y las leyes de EE. UU.”, proclamó el 31 de marzo como “el día de la visibilidad transgénero”. Biden se autoidentifica como creyente y practicante católico.

El comunicado de la Casa Blanca declara que, “en el día de la visibilidad transgénero, honramos la extraordinaria valentía y contribuciones de americanos transgénero”. Es decir, la valentía y contribuciones no corresponden a hazañas de personas particulares; son atributos de una clase o identidad, o para usar el término políticamente correcto, una “comunidad”.

La gobernadora de Nueva York, Kathy Hochul, se unió y proclamó el día de visibilidad transgénero en el estado; ordenó que monumentos y lugares emblemáticos, como el One World Trade Center —otrora las torres gemelas— y las cataratas del Niágara, fueran iluminados con los colores gay. Hochul dijo estar orgullosa de “la fuerza que los transgénero de Nueva York despliegan todos los días”.
Las observaciones anteriores no deben interpretarse como alguna intolerancia o rechazo de la identidad transgénero. Hay un mar de diferencia entre la tolerancia, el respeto a la dignidad de las personas y la celebración de una ética, un deber ser ideal. Tan solo ser transgénero es ser heroico y valiente. La proclamación de Biden sustituye un poderoso símbolo del cristianismo y la civilización occidental, pieza integral, aun cuando no exclusiva, de su herencia cultural y política, por la celebración de la moda de fluidez de género. El simbolismo es penetrante.

ESCRITO POR:

Fritz Thomas

Doctor en Economía y profesor universitario. Fue gerente de la Bolsa de Valores Nacional, de Maya Holdings, Ltd., y cofundador del Centro de Investigaciones Económicas Nacionales (CIEN).

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