MIRADOR
El síndrome del ubiquismo
Es frecuente —o lo ha sido para mí— escuchar a personas de avanzada edad hablar de Ubico, aquel presidente guatemalteco, de la primera mitad del pasado siglo, que visitaba pueblos y ciudades y sobre la marcha resolvía problemas que los lugareños le salían a exponer. El dictador solucionaba no importa qué cosas con ese desprendimiento alegre propio de quienes controlan todo, especialmente el poder. Otro autoritario predecesor —Estrada Cabrera— es permanentemente recordado en la obra El señor presidente, de Miguel Ángel Asturias.
' Pareciera ser que el centroamericano no ha terminado de entender a Montesquieu ni las teorías que sustentan la democracia, expuestas hace siglos.
Pedro Trujillo
Nada diferente a lo que pone de manifiesto la película La ley de Herodes, y cómo en el vecino país del norte —México— el Partido Revolucionario Institucional (PRI) hizo lo propio por muchos años con una red clientelar y autoritaria en nombre “del desarrollo y la justicia social”. El modelo, muy latinoamericano, se vio también en Venezuela, durante aquel paseo citadino televisado en el que Chávez iba expropiando cuanto se le cruzaba en su camino, entre el éxtasis de la gente que le acompañaba y aplaudía.
El fenómeno, lejos de desaparecer en un marco de principios de democracia liberal, es actualizado en El Salvador con inusual entusiasmo entre quienes mayoritariamente aplauden —no sé si conscientemente— la elaboración del guion de otra novela similar a las descritas. Nicaragua pasó por su particular experiencia, de la que ahora se arrepienten, aunque con un 34% de popularidad de la delincuencial pareja presidencial, y en Honduras comienza a diluirse el entusiasmo que llevó a la vicepresidenta Kamala Harris a estar presente en la toma de posesión de una presidenta con sutiles ínfulas autoritarias, o quizá con similar ideología a la norteamericana.
Pareciera ser que el centroamericano —quizá el latinoamericano— no ha terminado de entender a Montesquieu ni las teorías que sustentan la democracia, expuestas hace siglos. En el actual proceso guatemalteco, el mensaje, la esperanza y las elecciones se centran en el nuevo presidente. Se ignora una elección previa, e igualmente legal/legítima, que conformó un Congreso, y ni hablar de otra, con idénticas características, que definió un poder local. Muchos —demasiados, diría yo— creen que con la llegada del nuevo gobierno todo cambiará, porque no entienden —y parecen no querer hacerlo— que el presidente es únicamente un eslabón de una cadena más extensa. Quizá esa falta de comprensión —o de aceptación— del sistema hace que no se cambie, y sigamos queriendo ver en el todopoderoso presidente y el síndrome del ubiquismo la solución a los males nacionales.
El problema de la falta de entendimiento de cómo funciona realmente el sistema genera una gran frustración porque la esperanza, permanente depositada en el Ejecutivo se ve frustrada con el acontecer posterior. Lo peor no es que no se comprenda, sino que puede estar implantado —y esto es mucho más grave— en la genética cultural regional, en la que se acepta al autoritario por dos razones concurrentes: la costumbre de años de dictaduras y el sentir individual autoritario. Una especie de simbiosis entre el tutelaje solicitado y el espíritu mandón, lo que impide comprender un debate democrático adecuado. Y algo más: tanto en la comunidad ladina como en la indígena la imposición de las autoridades está por encima de la libertad personal de decidir.
Me da que no hemos superado, como sí lo han hecho otras sociedades, el estatocentrismo ni mucho menos comprendido el valor del ser humano, pero también la responsabilidad que eso conlleva. Se sigue prefiriendo el tutelaje “ubiquista”, porque así hay siempre a quien echarle la culpa de los males que por inacción dejamos que ocurran. ¡Pues nada, a esperar al 14 de enero del 2024!