Catalejo
Imposible no responder a injurias a los muertos
Es válido criticar al periodismo, pero no descalificar moralmente a quienes lo practicaron en su ya terminada vida terrenal.
La expresión de opiniones es una de las bases del periodismo libre y de los derechos ciudadanos. No hay discusión. Pero esa libertad no es absoluta y por eso la ley respectiva pone límites al tipificar la calumnia, la injuria y la difamación. La opinión seria puede referirse a hechos reales o expresar opiniones propias, pero cuando los mezcla hay riesgo de caer en estos dos últimos delitos, y la publicación, aunque firmada, de esos criterios no excluye la debilidad de basarlos en el insulto o, peor aún, en la desvalorización abierta o escondida de los valores personales de quienes son criticados, cuyo derecho de defensa no pueden ejercerlo porque ya no están vivos. Salir en su defensa constituye una obligación moral y ética. Este artículo se basa en eso.
Cuando alguien ataca de esa manera se puede decidir no tomarlo en cuenta por no merecerlo. Es problema de quien lo hace pensar u opinar así, y tiene dos caminos: empecinarse o darse cuenta del mal uso de la libertad de expresión. Pero cuando el ataque directo o escondido se refocila en los valores y principios de las personas, callar es equivocado, porque equivale a aceptar y a no tener la entereza de enfrentarse a la mentira, el insulto o la diatriba. No es cuestión de hacerle caso a tonterías, sino de salir a la defensa de una verdad —no de La Verdad—, aunque esta sea rechazada por el crítico, muchas veces obligado, convencido o financiado, pero igual moralmente responsable culpable de un ataque por la espalda, sucio por simple definición.
Esta decisión de siempre poner oídos sordos tiene el posible efecto negativo de una reacción en cadena de enemigos gratuitos, muchas veces escondidos en el anonimato. Poner el nombre es un requisito mínimo para no caer en esta cobardía común en los netcenteros y por eso no es motivo de alabanza. Y los lectores de ese tipo de texto, muchos o muy pocos, tienen el derecho de conocer cómo han sido o son las cosas y por qué la libertad de expresión no equivale a libertinaje y cómo protege a los ciudadanos, sobre todo en sus valores propios, con los cuales los demás tienen derecho a estar en desacuerdo. Dicho esto, comento un escrito firmado por J.Fernando García Molina, a quien algunos medios le han publicado sus ocasionales opiniones y ahora las hace por redes sociales.
No es cuestión de hacerle caso a tonterías, sino de salir a la defensa de una verdad,
En ese larguísimo texto —el primero de varios, según anuncia— ataca a Prensa Libre. Es un derecho constitucional, pero rompe un límite: ensañarse contra los fundadores, negar sus principios y valores. Afirmar falsedades (“a Pedro Julio García lo asesinaron”) en su columna Teorema, producto de axiomas (verdades sin necesidad de demostración). Veo egolatría. Niega la utilidad del diálogo. Intuyo perversión en la frase “nunca se supo que los fundadores hubieran cometido acto alguno que mereciera reprobación ética”. O sea: hubo, sólo no se supo. Elemental lógica lingüística. Escribe con claridad, lo cual descarta un error y lo convierte en una afirmación malintencionada, subjetiva y falsa imposible de aceptar y de responderle con el silencio.
Es contradictorio. Afirma haberse identificado con Prensa Libre y sentirla como “algo propio”, pero con extremismo ideológico no declarado pero evidente, señala “sus fundadores descuidaron forjar en sus sucesores igual templanza, no los formaron con la misma fortaleza y valores que ellos tenían en 1951”. O sea: sólo ese año. (Hoy) “hay escasez de principios e ideales de la calle 13”, “protege al régimen, calla los actos ilegales del TSE y lidera la persecución política contra funcionarios de la ley. Aprueba que la OEA supervise el funcionamiento de Estado”. Falso. Pero así quiere opinar y es su propio e irresoluble problema. Para mí, es innoble lanzar diatriba ideológica y personal a los muertos. Para él, no. Seguirá, sin duda. No perderé mi tiempo en responderle.