MIRAMUNDO
¿Instituciones o personas?
Seguramente usted no sabe —y tampoco lo haya escuchado— que el presidente de la Confederación suiza se llama Ignazio Cassis, el jefe de Estado austriaco es Alexander Van der Bellen o que Claire Hédon es la Defenseure de droits en Francia. Pero tranquilo, no se desanime, es muy probable que tampoco lo sepan los suizos, los austriacos o los franceses. Y es que las democracias exitosas, las sociedades organizadas sobre principios y valores, exigen que las instituciones funcionen y no se preocupan tanto por quién está al frente de ellas. Se trata, en definitiva, de apostar por la institucionalidad y no por el personalismo, como forma contrapuesta a la anterior.
Por estos lares hablamos de jueces, fiscales o políticos con nombre y apellidos y se ataca o defiende a la persona, la mayoría de las veces sin entrar a analizar otros asuntos. Si se llama de tal manera es bueno y defendible, pero si responde a otro nombre, entonces se le condena, independientemente de las razones. En ese simplismo, los “buenos” nunca hacen cosas malas y los “malos”, evidentemente, no llevan a cabo actuaciones correctas. El fondo de la cuestión no importa porque la forma es lo esencial, nada diferente a la hipocresía nacional en otros ámbitos. El país, la región, el hemisferio parecen estar diseñados para guardar las apariencias y que sean los menos posibles quienes se enteren de la realidad, aunque eso sea lo verdaderamente importante.
' En ese simplismo, los “buenos” nunca hacen cosas malas y los “malos”, evidentemente, no llevan a cabo actuaciones correctas.
Pedro Trujillo
En lo cotidiano ocurre lo mismo, independientemente de que el ambiente sea urbano o rural. Se habla de tal familia o apellido, y eso importa muchísimo a la hora de establecer relaciones. La persona no es tan importante como su abolengo, en esta sociedad conservadora, rígida, arcaica hasta cierto punto, y la “promo” sustituye a la meritocracia. Desconozco —aunque puedo intuirlo— que esa forma de actuar se ancla en la particular independencia que tuvo el continente y los caudillos del momento. Hasta ahí es comprensible y justificable, pero 200 años después es para que hubiésemos evolucionado.
Este trauma invisible confunde a muchos que terminan por votar a personajes, no a programas políticos; a planillas encabezadas por un determinado atractivo en la primera posición, en vez de analizar la propuesta, y discuten sobre jueces, fiscales, magistrados o autoridades, según el nombre que tengan, importando poco el análisis de los que juzgan o cómo hacen las cosas. La institución es neutra; el caudillismo, personal. La primera desarrolla un determinado comportamiento aceptado por mayoría, por lo que no importa quién esté al frente; el segundo está a capricho del cabecilla que determina qué o cómo hacer, y sus veleidades se imponen a la norma. Quizá sea una de las razones de que el presidencialismo sea, en la mayoría de los países que tienen tal sistema político, un fracaso frente a los parlamentarismos de sociedades desarrolladas. En América, que está llena de tales formas de gobierno, generan sonadas desilusiones sin importar la ideología, porque en el fondo el problema principal que aflora es justamente el de la persona al frente: Kirchner, Ortega, Castro, Zelaya, Uribe, Bachelet, Evo, Correa, y un largo etcétera de personajes que gustan a unos u otros, pero que no siempre consolidan instituciones.
Guatemala no es una excepción, sino un ejemplo más a incluir en esa relación. Nos debatimos entre Porras, Aifanes, Thelmas, Menchús, Arzús o Torres, dejando el tema de la institucionalidad al margen porque la persona es lo morboso de la discusión. No aprender nos lleva al fracaso continuado, así que mejor buscar quién será el próximo líder, al mejor estilo norcoreano ¡Ellos sí saben de eso!