Pluma invitada

Internet es un lugar caótico, así que tenemos que darles a los niños mejores sitios adonde ir

El desplazamiento de la energía y la atención de los niños desde el mundo físico hacia el virtual, muestra Haidt, ha sido catastrófico, sobre todo para las niñas.

En enero, tuve la extraña experiencia de asentir con la cabeza junto con el senador Lindsey Graham, republicano de Carolina del Sur, de quien normalmente se puede confiar en que esté equivocado, mientras reprendía al supervillano Mark Zuckerberg, dirigente de la empresa matriz de Facebook, Meta, sobre el efecto que sus productos tienen en los niños. “Tienes las manos manchadas de sangre”, acusó Graham.

La alarma por lo que las redes sociales están haciendo a los niños es amplia y bipartidista.

Esa noche, moderé un panel sobre la regulación de las redes sociales entre cuyos participantes se encontraba la fiscal general de Nueva York, Letitia James, una combatiente progresista y quizá la antagonista más eficaz de Donald Trump. Su postura no era muy diferente de la de Graham. Hay una correlación, señaló, entre la proliferación de algoritmos adictivos en las redes sociales y el colapso de la salud mental de los jóvenes, incluidos los crecientes índices de depresión, pensamientos suicidas y autolesiones.

“Y yo lo he visto”, dijo, describiendo cómo ayudó a la familia de una joven a encontrar una cama psiquiátrica, cuando eran escasas durante la pandemia. “La joven me habló mucho de las redes sociales”.

Dado que la alarma por lo que las redes sociales están haciendo a los niños es amplia y bipartidista, el psicólogo social Jonathan Haidt está abriendo una puerta con su nuevo e importante libro, “The Anxious Generation: How the Great Rewiring of Childhood Is Causing an Epidemic of Mental Illness”. El desplazamiento de la energía y la atención de los niños desde el mundo físico hacia el virtual, muestra Haidt, ha sido catastrófico, sobre todo para las niñas.

La adolescencia femenina ya era una pesadilla antes de los teléfonos inteligentes, pero aplicaciones como Instagram y TikTok han aumentado la velocidad de concursos de popularidad y estándares de belleza poco realistas. (Los chicos, en cambio, tienen más problemas relacionados con el uso excesivo de videojuegos y porno). Los estudios que cita Haidt —así como los que refuta— deberían acabar con la idea de que la preocupación por los niños y los teléfonos no es más que un pánico moral moderno similar a la preocupación de las generaciones anteriores por la radio, los cómics y la televisión.

Sin embargo, sospecho que muchos lectores no necesitarán convencerse. La cuestión de nuestra política en realidad no se trata de saber si esas nuevas tecnologías omnipresentes están causando daños psicológicos generalizados, sino qué se puede hacer al respecto.

Hasta ahora, la respuesta ha sido endeble. La Ley Federal de Seguridad Infantil en Internet, hace poco revisada para disipar al menos algunas de las preocupaciones sobre la censura, cuenta con los votos necesarios para ser aprobada en el Senado, pero ni siquiera ha sido presentada en la Cámara de Representantes. A falta de acción federal, tanto los estados republicanos como los demócratas han intentado promulgar sus propias leyes para proteger a los niños en internet, pero muchas han sido prohibidas por los tribunales por infringir la Primera Enmienda. Los legisladores de Nueva York están trabajando en un proyecto de ley que trata de poner freno a las aplicaciones depredadoras de las redes sociales, respetando al mismo tiempo la libertad de expresión; se centra en los algoritmos que las empresas de redes sociales utilizan para ofrecer a los niños contenidos cada vez más extremos, manteniéndolos pegados a sus teléfonos. Sin embargo, aunque parece probable que la ley se apruebe, nadie sabe si los tribunales las apoyarán.

No obstante, hay medidas pequeñas, pero potencialmente significativas que los gobiernos locales pueden implementar ahora mismo para conseguir que los niños pasen menos tiempo en línea, medidas que no plantean problemas constitucionales. Las escuelas sin celulares son un comienzo obvio, aunque, en un perverso giro estadounidense, algunos padres se oponen a ellas porque quieren poder contactar con sus hijos si se produce un tiroteo masivo. Más que eso, necesitamos muchos más lugares —parques, áreas de comida, cines, incluso salas de videojuegos— donde los niños puedan interactuar en persona.

En “The Anxious Generation”, Haidt sostiene que los niños están desprotegidos en internet, pero sobreprotegidos en el mundo real, y que estas dos tendencias van de la mano. Por muchas razones —el miedo de los padres, el exceso de celo de los departamentos de bienestar infantil, la planificación urbana centrada en el automóvil—, los niños suelen tener mucha menos libertad e independencia que sus padres. Sentarse en casa frente a una pantalla puede protegerlos de ciertos daños físicos, pero los hace más vulnerables a los psicológicos.

Leyendo el libro de Haidt, no dejaba de pensar en un parque del barrio parisino de Les Halles donde no se permite la entrada a adultos, y en lo fácil que sería mantener a los niños alejados de internet si existieran parques similares repartidos por las ciudades y pueblos de Estados Unidos. Preferiría que mis hijos, de 9 y 11 años, vagaran por el vecindario a que pasaran horas interactuando con amigos a distancia en aplicaciones como Roblox.

Pero es difícil hacerlos salir cuando no hay otros niños alrededor. Uno de mis días favoritos del año es la fiesta vecinal de mi barrio en Brooklyn, cuando la calle se cierra al tráfico y los niños juegan en grupo, la mayoría ignorados por sus padres, que disfrutan de un trago. Eso demuestra cómo un entorno físico adecuado puede fomentar la socialización fuera de las pantallas.

Cuando estaba terminando de leer “The Anxious Generation”, me llegó por correo un libro que en parte coincide con ese título: “Family Unfriendly: How Our Culture Made Raising Kids Much Harder Than It Needs to Be”. El autor, Timothy P. Carney, es un católico conservador y padre de seis hijos que quiere animar a otras personas a tener muchos hijos. Él y yo coincidimos en muy pocas cosas, pero estamos totalmente de acuerdo en la necesidad de que las comunidades sean “transitables a pie y en bicicleta” para que los niños tengan más autonomía en el mundo real. Carney cita un artículo publicado en 2023 en The Journal of Pediatrics en el que se concluye que “una de las principales causas del aumento de los trastornos mentales es la disminución durante décadas de las oportunidades de los niños y adolescentes para jugar, deambular y participar en otras actividades independientes de la supervisión y el control directos de los adultos”.

Si queremos que los niños empiecen a desconectarse, tenemos que darles mejores lugares adonde ir.

©2024 The New York Times Company

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