LA BUENA NOTICIA

Jesucristo para todos

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La fe cristiana tiene pretensiones de universalidad. Las últimas palabras de Jesucristo registradas en los evangelios instruyen a los discípulos a que vayan hasta los confines de la tierra a pregonar el evangelio y a bautizar a quienes lo acepten. Esa instrucción supone que el evangelio tiene algo que decir y ofrecer a personas de las diversas culturas, pueblos y razas de todas las épocas.

' Dios no hace distinción de personas, sino que acepta al que lo teme y practica la justicia.

Mario Alberto Molina

Sin embargo, a los mismos discípulos de Jesús les costó asimilar esa pretensión de universalidad. La primera gran controversia que tuvieron que resolver se refería a los requisitos de admisión a la fe cristiana para los que no eran judíos, para los gentiles, en términos hebreos: los “goyim”. La controversia se resolvió con la decisión de que para admitirlos a la Iglesia cristiana no era necesario que primero se hicieran judíos. Si bien es verdad que Jesús era reconocido por los cristianos como la persona en la que se cumplían las esperanzas mesiánicas judías, eso no hacía a Jesús prisionero del judaísmo. Su mensaje trascendía fronteras étnicas y políticas. Como concluye el apóstol Pedro a raíz de una experiencia de conversión de un centurión romano: “Ahora caigo en la cuenta de que Dios no hace distinción de personas, sino que acepta al que lo teme y practica la justicia, sea de la nación que sea”.

¿Qué hace a Jesucristo y a la fe cristiana universales? Aunque fue reconocido por sus primeros seguidores, que eran judíos, como el Mesías prometido a Israel, Jesús trajo una salvación que dejó de lado las aspiraciones nacionalistas judías. Quizá por eso muchos judíos contemporáneos suyos lo rechazaron. Su misión y mensaje se orientaba a dar solución a necesidades experimentadas tanto por judíos como por “goyim”, tanto por hebreos como por gentiles. Esas dos necesidades universales son los fracasos de la libertad y la muerte inexorable.

Todas las personas, de todos los tiempos, culturas y naciones tomamos decisiones equivocadas, algunas de ellas tan graves que arruinan el valor y sentido de la vida. Todos con mayor o menor conciencia y gravedad realizamos acciones que hacen daño, a nosotros mismos o a nuestro prójimo. El pasado irresponsable o perverso de una persona ¿hipoteca irremediablemente su futuro? Jesucristo ofrece una primera respuesta: existe un Dios que ama y perdona. La muerte de Jesús en la cruz se entendió como expiación que exonera al pecador de la necesidad de ganarse el perdón, sino que lo habilita para recibirlo gratuitamente, de modo que, arrepentido y perdonado, pueda comenzar a vivir el resto de su vida como si de una biografía nueva se tratara. Esa oferta no conoce ni fronteras ni culturas.

La muerte, por otra parte, socava la motivación y el sentido de todo esfuerzo por vivir de manera responsable y honesta, por ser abnegado y solidario, por realizar acciones constructivas. Pues si el destino de toda persona es la aniquilación y si el fin del ciudadano responsable y honesto es el mismo que el del delincuente corrupto, ¿qué motivación queda para actuar de modo constructivo siempre, en todo lugar y en todos los ámbitos? Esa es una pregunta universal. Jesús, con su resurrección inaugura un modo de vida humana más allá de la muerte y ofrece a sus seguidores la posibilidad de compartirla. La muerte ya no será el punto final. Pero para hacerse idóneo para compartir esa vida más allá de la muerte es necesario actuar y administrar estas realidades temporales y transitorias con responsabilidad y honestidad. Esa es otra oferta que trasciende tiempos y fronteras. Por eso el mensaje y la salvación de Jesús siempre encontrarán quién los reciba y la acepte. Esta es una buena noticia al inicio del año.

ESCRITO POR:

Mario Alberto Molina

Arzobispo de Los Altos, en Quetzaltenango. Es doctor en Sagrada Escritura por el Pontificio Instituto Bíblico. Fue docente y decano de la Facultad de Teología de la Universidad Rafael Landívar.