Liberal sin neo

La irrelevancia del nombre

Cuando su contenido no guarda relación con el propósito.

Vestir de seda a la mona es común al nombrar leyes o decretos para evocar algún objetivo deseable, sin que nombre y contenido necesariamente guarden relación. Un ejemplo cómico es el “Decreto de Reducción de Inflación 2022” (Inflation Reduction Act, IRA) que aprobó el Congreso de EE. UU. y sancionó el presidente Biden. Dado su nombre, sería razonable pensar que el propósito y contenido del decreto es reducir la inflación, pero en realidad hace todo lo contrario. El decreto IRA autoriza al gobierno a gastar US$891 mil millones adicionales, que no tiene; US$783 mil millones para promover la seguridad energética y combatir el cambio climático, varios subsidios y US$80 mil millones para contratar 87 mil empleados adicionales para la agencia que recauda impuestos (IRS). Se describió como “el mayor acto de legislación federal de todos los tiempos para abordar el cambio climático”. Estos gastos pueden o no ser convenientes y deseados por los contribuyentes; no guardan relación alguna con el nombre del decreto.

Es el caso del proyecto de Ley de Competencia que se ha retomado con vigor en el Congreso de Guatemala y señalado como prioridad del nuevo gobierno. Hay una variedad de argumentos que respaldan el renovado interés por esta legislación. La aspiración teórica y abstracta es correcta; el término monopolio tiene una carga negativa, mientras que la libre competencia es deseable. Pero las fallas del monopolio y las bondades de la competencia no es lo que está en discusión; la pregunta es si la legislación específica que se propone promueve y facilita un ecosistema más competitivo o, por el contrario, lo inhibe.

Los proyectos de ley que se han discutido, en particular el 5074, tienden a abordar el tema con el análisis de estructura de mercados, la medición de “concentración” y detección de prácticas anticompetitivas. Prestan poca atención a identificar factores institucionales que crean poder monopólico; los obstáculos, requisitos, licencias, permisos, estudios y poder discrecional que elevan la barra de ingreso al mercado. También es necesario tomar en cuenta la naturaleza de ciertas actividades productivas, cuyas condiciones tecnológicas, requerimientos de capital, escala de eficiencia, externalidades de red u otros factores hacen ineficiente la existencia de muchos competidores.

Las fallas del monopolio y las bondades de la competencia no es lo que está en discusión.



Otro argumento que impulsa la necesidad de legislación es cumplir con compromisos adquiridos con la Unión Europea y las exigencias del Departamento de Estado y organismos multilaterales por tener una ley de competencia. Este argumento es al menos honesto, apegado a la realidad. Hay que marcar la casilla que pregunta si Guatemala tiene ley de competencia.

Una Superintendencia de Competencia, “autónoma” e independiente como se plantea, tendrá mucho más potencial para hacer daño que hacer bien. La creación de una nueva capa burocrática y regulatoria con amplios poderes para perseguir, sancionar y multar actividades productivas no hará cosa alguna por fomentar la competencia y eficiencia de la economía de Guatemala. Caso similar es el de la iniciativa 5082 para “proteger al consumidor”, que no hará tal cosa y más bien elevará la barra para competir en el mercado.

La etiqueta viene fácil. Si usted se opone a la ley de competencia, cualquiera que sea, está a favor de la oligarquía tradicional y los monopolios. Si está a favor de una ley con ese nombre, es amigo del pueblo. El tema es si la ley específica consigue el propósito.

Una observación de F. Hayek es pertinente; “Cuanto más planifica el Estado, más le complica al individuo su propia planificación”.

ESCRITO POR:

Fritz Thomas

Doctor en Economía y profesor universitario. Fue gerente de la Bolsa de Valores Nacional, de Maya Holdings, Ltd., y cofundador del Centro de Investigaciones Económicas Nacionales (CIEN).

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