Mirador
La presión como estrategia política
La presión que recibe de esos otros sectores; sin embargo, le genera un gran desgaste, y puede terminar por desplazarlo del centro del poder.
Habrá observado una avalancha de comentarios de personas, medios, perfiles y organizaciones en los que se presiona permanente e insidiosamente al presidente para “que actúe” y deje a un lado la “pasividad” de la que se le señala. La opinión publicada genera dinámicas coordinadas de presión —interna y externa— en el marco de una estrategia para que el mandatario tome una determinada dirección.
Entre un presidente sesentón y unos diputados treintañeros falta un amortiguador etario de liderazgo dentro del partido.
La permanencia de la fiscal general incrementa el riesgo de quienes habían vendido la piel de oso antes de cazarlo. El atore legal al no poder destituirla —producto de un amañando y pérfido plan para proteger a su antecesora— tropieza con las aspiraciones personales y políticas de quienes “tuvieron que salir u optaron por hacerlo” y que, después del subidón optimista tras el proceso electoral, ven trastocadas sus intenciones y esperanzas.
En este país de la eterna primavera mental, no se quiso entender —a pesar de la capacidad para haberlo hecho— que el partido en el poder fue elegido en segunda vuelta —en la que no era la preferencia, sino la mejor opción entre dos— por un 26% del electorado, pero únicamente lo fue por un 7% en la primera. El resto de los votantes decidieron no querer a ninguno y lo expresaron con un rotundo 15% entre votos blancos y nulos. Ese sencillo cálculo da idea de la aceptación —legitimidad— de las nuevas autoridades, pero la insistente presión externa, la forma de publicar los datos y otras cuestiones no menores —como la lucha contra la corrupción, imperante en la sociedad y no solo en los políticos— terminó por anular el debate y posicionar el mensaje deseado —pero falso— de “victoria total”.
Una mayoría, despreocupada por lo público y el análisis cuantitativo, decidió creer que había ganado mayoritariamente un partido —con apenas dos alcaldes y 23 diputados—, lo que unido al efecto ubiquista —en el que se considera que el presidente todo lo puede— hizo creer que el 15 de enero todo sería diferente. ¡Craso error, y ahora pagamos las consecuencias!
Sumemos a lo anterior que entre un presidente sesentón y unos diputados treintañeros falta un amortiguador etario de liderazgo dentro del partido. El primero, una vez elegido, deja de tener valor por dos razones fundamentales: es el representante de todos los ciudadanos —no del partido— y no es reelegible. Por lo tanto, desde que asumió el cargo la preocupación es quién lo relevará y sustituirá en el 2028, que sigue la lógica de poder en política.
De tal cuenta, sin generación cincuentona ni de cuadragenarios que sirvan de colchón, y ante las opciones sensatez/activismo de los extremos, se genera una pugna razón/emoción que conduce a la situación actual, en la que algunos desearían entrar con una excavadora y otros, como el mandatario, mucho más reposado, estratégico y con los pies en el suelo, adopta una postura sensata entre lo real y lo posible. La presión que recibe de esos otros sectores, sin embargo, le genera un gran desgaste, y puede terminar por desplazarlo del centro del poder, pero sobre todo de la percepción ciudadana de que avanza a la velocidad posible. Todo es susceptible de cambio, pero el costo no debe ser superior a lo que se desea modificar, porque se corre el riesgo de caer en una zanja insalvable. Creo que el presidente actúa en función de lo posible y entiende que lo perfecto es enemigo de lo bueno, pero la inexperiencia de sus “segundos” y el ansia de quienes creen más en la revolución que en la evolución lo puede anestesiar y hacer que todo termine mucho peor de lo que esperaban.