CON OTRA MIRADA
Palomas, maldición para el patrimonio cultural
Aquí y en cualquier parte del mundo, las llamadas palomas de Castilla están presentes en las áreas urbanas, plazas y atrios de las iglesias, anidando en sus campanarios, cornisas y hornacinas. La acción mecánica de sus picos y uñas es degradante, además de que literalmente se cagan en todo. La acidez del excremento es grande y su negativo efecto se agrava al mezclarse con la lluvia y otros elementos contaminantes, favoreciendo el crecimiento de microflora y microorganismos que terminan siendo la causa de deterioro a los materiales de construcción y de elementos decorativos, sean estos mármol, travertinos, granito, piedra o estuco, según de qué parte del mundo se trate. En cualquier caso, el problema es motivo de preocupación para las entidades a cargo de la conservación de los bienes culturales, y reto para científicos y restauradores.
En términos de conservación, el primer paso será eliminar el origen del problema, para luego aplicar las medidas de limpieza, conservación, restauración y posterior mantenimiento, a fin de preservar la arquitectura y el legado artístico e histórico de períodos culturales precedentes.
Deshacerse del problema motiva la reacción de protectores de animales que les defienden a ultranza, lo que no debe ser motivo de dejarles hacer lo que mejor les parezca —a los animales— en detrimento de la obra edificada, sea monumental o no. Junto a la suciedad anotada, están los parásitos propios de las palomas, como los piojos, que generan un problema de higiene, por lo que, en conjunto, su presencia incide negativamente en la salud pública.
El espectáculo que esas coloridas aves ofrecen en plazas y espacios públicos genera un atractivo turístico. Su presencia provoca la venta de granos —maicillo, en nuestro caso chapín—, normalmente ofrecido por niños, que complementa el pasatiempo, haciendo perder de vista el origen del problema, dificultando la toma de decisiones correctivas. No deja de ser también una maldición no poder sentarse en una plaza a descansar a la sombra de un árbol, sin el riesgo de ser chisgueteado por los, ahora sí, horrendos y asquerosos bichos.
' Su crianza puede generarse en las azoteas, desde donde se tenga control sanitario.
José María Magaña
No hay que olvidar que la crianza de esas aves siempre fue parte de la cultura gastronómica familiar, junto a gallinas, patos y demás animales de corral, aun en áreas urbanas. La arquitectura doméstica lo permitió cuando los lotes eran profundos, al punto de que al fondo estaba “el sitio” o último patio, en donde también había árboles frutales. A nivel público, que es el caso que abordo, su reproducción bien llevada puede ser una solución a problemas de alimentación y nutrición popular. Considero que dentro del proceso, por tratarse de animales adiestrables, su crianza puede generarse en las azoteas, con los correspondientes palomares, desde donde se tenga control sanitario, a fin de garantizar un producto alimenticio de calidad.
En La Antigua Guatemala es conocido el espléndido palomar de Casa Popenoe, construido dentro de un ático, con las características de un condominio arquitectónico del siglo XVIII, que garantizó una rica provisión de proteínas para el consumo familiar.
Mi propuesta es que las autoridades municipales, junto a las eclesiásticas y de salud pública, en una primera instancia, se ocupen de eliminar el problema y controlar a toda costa que aniden en los lugares predeterminados. Luego vendrán el Instituto de Antropología e Historia y el Consejo Nacional para la Protección de La Antigua Guatemala a hacerse cargo de lo concerniente a la conservación y mantenimiento de la arquitectura y sus elementos decorativos. La prohibición de la venta de granos es determinante.