PERSISTENCIA
De la sangre y de la letra
Aquellos que se deciden a transitar por los laberínticos caminos del escritor, han de tener en cuenta el mundo infinito de la pasión, el vaivén desproporcionado de la palabra que revela el espíritu, la roja sangre propia y palpitante que barbotea en cada página. Y han de lanzarse, con total olvido del mundo exterior, a los lúcidos o cavernosos ámbitos del mundo interior, de su mundo interior, únicos capaces de conducirle al ardor de su sangre convertida en palabra, en letra, en reluciente verbo impactante.
Quien escribe con la cabeza, con omisión de su sangre y de su espíritu, no es escritor.
Únicamente quien escribe con sangre, inmerso en su propio tormento o alegría, el que transgrede toda norma vigilante de la imperdonable lógica, el que desemboca sin temor en su oculto mundo tenebroso y pincha los lugares más ocultos, únicamente ese, puede insinuar que posiblemente es escritor. Y su estilo va naciendo, poco a poco, de su balbuceo insondable, de sus silencios majestuosos, de su cavilar, desde donde el corazón dirige los escuálidos recintos del cerebro.
Y se aprende a escribir no únicamente leyendo, sino metiéndose dentro de la propia sangre o revoloteando sobre ella, devorándose inmisericorde a sí mismo, para, luego, en estertores, en sacudimientos, en vómitos, darse a los demás, ser, así, uno mismo y todos los demás.
Tampoco se aprende a escribir en escuelas especializadas, en nocturnos lugares académicos en donde se planea, desconsoladamente, el afán inusitado de comunicarse. Sin normas, sin preceptos, sin rígidos reglamentos rutinarios, pero con sangre, con desasosiego, con pasión, con ojos que llegan al alma de los libros, de los hombres, de los animales, de los vegetales, de los minerales. Y desde allí, desde este infinito deseo, desde esta entrega total a la palabra, a la letra, al espíritu, a la sangre, se inicia, tímidamente al principio, el andar asombroso sobre el papel, el insinuar, más que el escribir, las palabras que brotan insurrectas de nuestro ser más escondido, los hábitos, las luces, las sombras; y desde allí las normas, las que nosotros mismos nos dictemos, las que queramos seguir si amamos a un escritor, a varios escritores; los puntos, las comas, las imágenes, en fin, el lenguaje entero como un desborde incontrolable de sangre, en un fluir descomunal.
Nietzsche predica: “¡Huye, amigo mío, a tu soledad! Donde la soledad acaba, allí comienza el mercado; y donde el mercado comienza, allí comienzan también el ruido de los grandes comediantes y el zumbido de las moscas venenosas”.
El escritor ha de huir hacia su soledad, hacia su silencio. Después del tránsito por el mundo, del oír, ver, sentir, sufrir, gozar, ha de decir un ¡hasta aquí! Ahora estoy solo y me basto, ahora empiezo mi propio sendero, ahora inicio el aprendizaje de mi sangre roja y turbulenta, ahora balbuceo mi propia palabra escrita con sangre. Y mi maestro soy yo mismo frente a mí mismo, frente a los libros que revelan mi alma, frente a aquellos escritores que se han desangrado antes que yo, que se han desbordado y me han inundado poblándome, asoleándome, despertándome, amándome, poseyéndome, descuartizándome, devorándome, lloviéndome, anocheciéndome, e infatigablemente desmoronándose sobre mí, para luego dejarme solo, libre, dueño de mi aliento, de mi voz, de mi mirada.
Y si el escritor es capaz de mostrar a plenitud el alma del universo, de la humanidad, del hombre en particular, es porque antes se ha tropezado consigo mismo, ha caído de bruces sobre sí mismo, se ha revolcado en sus propias ignominias, ha muerto una y mil veces, ha viajado a los inconmensurables recintos de su espíritus, se ha aislado del resto de los mortales y ha tocado la descomunal angustia del ser, la inmersa alegría de existir, se ha sobrecogido al contacto de su propia sangre que vierte, de pronto, en palabras, en letras, en poesía.
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