CATALEJO
De las divisiones a la fractura social
Toda sociedad siempre ha tenido divisiones. Ser hombre o mujer, ser joven o viejo, culto o inculto, civil o militar, laico o seglar, y así un larguísimo y complejo etcétera. Muchas veces son temporales, derivadas de hechos históricos, por ejemplo: ser realista o republicano, seguidor u opuesto a una ideología, a un partido político, a un equipo deportivo. Al desaparecer el origen, se esfuman o pierden importancia hasta convertirse en una curiosidad, como lo prueban los criterios religiosos de culturas antiguas ya desaparecidas. El ser humano, puede decirse, tiende a la división, y la unidad sólo se presenta en determinados momentos o sobre criterios específicos. Las sociedades sobreviven y han sobrevivido siempre a pesar de sus divisiones.
Las fracturas sociales constituyen un fenómeno distinto. Surgen cuando las divisiones se salen de cauce e inician una separación imposible de deshacer porque se esfuma el justo medio y el equilibrio señalados desde hace siglos por Aristóteles y pensadores orientales. Digo esto para indicar la longevidad de este problema. Debido a ello desaparecen las posiciones –de cualquier tema— en las cuales se pueden tomar en cuenta criterios encontrados e incluso opuestos, pero sin necesariamente llegar a un equilibrio perfecto, sino a posiciones en las cuales se puede llegar a un acuerdo, pues este no es sinónimo de imposición, pero tampoco de simplismo, porque una característica de los hechos sociales es precisamente su complejidad y emocionalidad.
Puedo señalar dos casos, en breve síntesis, de peligrosas fracturas sociales, provocadas por la irresponsabilidad. Uno es el de Cataluña, cuya dirigencia política quebró la unidad no sólo de España, sino de la misma sociedad catalana. El discurso de Carles Puigmont es un ejemplo de ambigüedad y tienen mucha razón aquellos catalanes frustrados ahora al sentirse engañados. El otro es el de Guatemala, donde la irresponsabilidad de todos ha fracturado a los ciudadanos interesados en mejorar el presente y el futuro del país, en dos grupos: los satisfechos con la tarea de la Cicig, vergonzosa pero necesaria, y quienes la rechazan. La fractura consiste en identificar necesariamente a los primeros con la lucha contra la corrupción y a los segundos con el apoyo a este flagelo social.
Los discursos de aquellos señalados de corruptos y la estulticia de declarar a gritos en la calle “non gratos” a un Comisionado internacional contra la corrupción por el hecho de ser extranjero, es absurdo porque quien lo hizo permitió la venta fraudulenta de la compañía estatal de teléfonos a alguien tampoco nacido en Guatemala. Es patético, realmente. Otro factor es la identificación, el simbolismo de una determinada persona con alguna forma constante de actuar. Por ejemplo, en el caso actual de Guatemala, Álvaro Arzú, gracias a su accionar, es ahora el símbolo de la torpeza política, del manejo oscuro de fondos, así como del convencimiento de la estupidez ciudadana, indispensable para creer sus arrebatos a gritos o su vocecita casi lagrimosa.
El presidente Morales es ahora el símbolo de la ineptitud para gobernar, de la bufonada política y de escuchar a quienes ya lo hundieron y han puesto a los guatemaltecos a contar los días de esa presidencia. Son 459 hasta el cambio de gobierno, y 94 para cuando comiencen los ajetreos de las campañas políticas y con ello la desaparición, en la práctica, de quien hacía reír a algunos con su Tropa Loca. Su ruego para tener el apoyo de Arzú y del alcalde de Villa Nueva, Edwin Escobar, ya fue pagado, literalmente, con posibilidades de hacer negocios familiares. Esto se debe mencionar porque la fractura social ocurre cuando un grupo ciudadano no puede comprender por qué el otro acepta estas barbaridades, mientras el opuesto hace lo mismo con quienes las califican así.