Derechos, son derechos
La violación de los derechos no es cosa nueva. Ya nuestros países han sufrido de este mal de manera consuetudinaria y sus ciudadanos han perdido de vista esos límites, aceptando con sumisa resignación que unas élites pequeñas pero poderosas tomen el control de la vida nacional, del destino de sus habitantes, de las fronteras de la libertad y de los valores democráticos, para hacerse un reino a la medida.
En esta línea, entre las muestras más evidentes del cambio de reglas y la violación de derechos están el acoso a la Prensa, los actos de intimidación contra columnistas de opinión, tanto como las amenazas abiertas contra cualquier persona que se atreva a criticar, señalar, denunciar o simplemente disentir con los grupos de poder. Así es como poco a poco se impone un estilo fáctico que algunos ingenuos creíamos erradicado para siempre.
Está, como ejemplo reciente, la reacción de un miembro de la Comisión de Postulación para fiscal general por una columna de Marielos Monzón publicada en estas páginas el martes 22, en la cual la periodista plantea las debilidades intrínsecas de esa Comisión y el impacto presente y futuro de sus actuaciones en el ámbito de la justicia. Este señor, en su afán por defender lo indefendible, llegó hasta el extremo de amenazar con acción penal en contra de la columnista, quien en uno de sus párrafos menciona un hecho tan irrefutable como este: “Una de las grandes ironías es que a los candidatos/as para diversos puestos se les exige ser honorables e idóneos, características que no se requieren a los comisionados, que son los encargados de postularlos”.
No pasaron veinticuatro horas antes de que se publicara la confirmación de sospechas de amenazas a la autonomía de la Comisión, por medio de un trabajo de investigación realizado por Prensa Libre, el cual incluyó grabaciones de conversaciones entre un representante de esa instancia y un alto funcionario del Ejecutivo.
El problema está, al parecer, en que quienes detentan temporalmente el poder —en distintas instancias públicas y del sector privado— pretenden gozar de total libertad de acción, reprimir a cualquiera que intente fiscalizarlos, acallar a la Prensa para que no interfiera en sus planes, intimidar a la población para evitar actos de protesta y así poseer todo el terreno libre para hacer del Estado un instrumento más a su servicio.
Es obvio, sin embargo, que una prensa libre es incómoda para quienes traspasan los límites de sus atribuciones, definidas estas por las leyes y la Constitución Política de la República. Si el sistema lo permite, no así la ética. Pero quien actúa dentro de un marco de valores no tiene por qué temer a su escrutinio.
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