Día para dar amor al prójimo olvidado
Estos compatriotas desprovistos de esperanza y del calor familiar propio de una de las dos efemérides más relevantes del cristianismo escucharán el bullicio lejano de la Nochebuena en cárceles, hospitales, orfanatos, asilos o en los áticos que sirven de refugio a quienes tienen las calles por hogar.
Los afanes consumistas llevados a extremos de competencia por el disfrute de las mejores prendas, manjares, juguetes y artilugios de uso personal estimulan la vanidad, el egoísmo y la avaricia, que a la vez arrastran a manifestaciones edonistas antepuestas a la caridad y la compasión como virtudes esperadas en quienes creen que en esta época rinden pleitesía al Hijo de Dios.
Jesucristo es la imagen, la esencia y el prototipo eterno y universal del amor. Ese conjunto de sentimientos guió su ministerio terrenal y es el fundamento de su mensaje, enseñanzas, promesas y bienaventuranzas, y de quienes, como el apóstol San Pablo, tuvieron bajo su responsabilidad la sistematización y perpetuación de su doctrina a través de escritos que dieron forma a la Biblia.
Muchos de quienes sufren penas, calamidades o desgracias permanecen en total olvido en este tiempo propicio para expresar compasión y fraternidad. Para ellos, un gesto de ternura o un pequeño obsequio tienen el valor y el significado del bien más preciado, porque los hace sentirse como seres que importan a alguien y les dan una razón para vivir y para renovar fuerzas en su batalla sin fin contra la adversidad.
Jesús declaró bienaventurados (felicidad y gracia eterna) a los que sufren (“porque ellos recibirán misericordia”) y a los que lloran (“porque ellos recibirán consolación”) y reclamó como un favor hacia él mismo toda manifestación de solidaridad en beneficio de las personas menesterosas (“Os digo que cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis”), mientras San Pablo nos recuerda que es inútil la parafernalia propia de las obras fariseas y las buenas intenciones, si están desprovistas de amor (“si no tengo amor, vengo a ser como metal que resuena”).
En estas fiestas de fin de año, nadie es tan rico que no necesite de una manifestación de agradecimiento por su generosidad, ni tan pobre que no pueda dar un pedazo de pan o al menos una palabra de aliento a quienes por azares del destino permanecen en el ostracismo del recuerdo y la inclusión social. Pero lo deseable es que la piedad se convierta en una actitud de vida, a efecto de que su constancia se traduzca en un reconfortante bálsamo espiritual.
Con esta reflexión por la causa de los que sufren, deseamos a nuestros apreciables lectores una Navidad colmada de paz y felicidad, y que este paréntesis en el trajín de las preocupaciones cotidianas se constituya en una excelente oportunidad para buscar el favor del Altísimo y disfrutar de su resguardo.