EDITORIAL
Discurso que no agota la polémica
Los ecos del discurso del presidente Jimmy Morales en su toma de posesión se han prolongado más de lo usual, debido principalmente a la elevada carga de contenido religioso, lo que debió quedar en lo anecdótico, y aprovechar esa primera oportunidad para hablar como estadista, no como político. Pero no fue así, y quizá por ello los comentarios han redundado en esos detalles y sobre todo con el cierre de ese acto, que tuvo todas las características de ser conducido por un pastor evangélico.
Esa es, sin duda, una de las razones de que se haya prolongado la polémica, porque el alto contenido y alusiones religiosas contrastan con una realidad nacional en la que los credos están marcadamente divididos y dentro de los cuales también existe una clara fragmentación entre los cristianos católicos y los no católicos. Pero sobre todo porque el Estado, como en nuestro caso, debe ser laico y también porque cuando esa lógica y esa legalidad se quebrantan, de hecho o no, se corre el riesgo de generar una dosis de escepticismo en sectores poblacionales.
Uno de los casos que más refuerzan esa percepción ocurrió durante el periodo que gobernó como jefe de Estado Efraín Ríos Montt, quien bajo las condiciones de un nuevo credo al que había trasmutado elevó el discurso político para dictar la moral de la familia guatemalteca y de muchos de quienes hicieron gobierno con él. Incluso llegó al extremo de desatender la petición de clemencia para seis condenados a muerte por tribunales secretos hecha por el papa Juan Pablo II, a quien saludó con desdén cuando este llegó en su primera visita al país, en 1983.
Desde la Reforma Liberal de 1871 en Guatemala, la libertad de culto quedó establecida y se creó una clara, necesaria y conveniente separación entre política y religión. En general esa tendencia se ha mantenido y por ello ha sido desafortunada la mezcla entre religión y política. Un ejemplo relativamente reciente es lo ocurrido en 1954, cuando la Iglesia Católica se trasladó del púlpito al activismo político, al sumarse a las protestas en contra del Gobierno.
Esa discordia, patente en el quehacer político nacional, tiene sus orígenes en la inmadurez de quienes desde los altos cargos tienen la posibilidad de enviar mensajes a la Nación y no logran separar sus convicciones y creencias personales. Pero también la mayor responsabilidad recae sobre quienes les asesoran, porque en muchos casos dan muestras de no tener la mínima claridad necesaria respecto del objetivo que debe perseguir un mensaje de esa naturaleza y la audiencia a la que se dirige.
Una de las causas por las cuales la crítica y el recelo se han centrado en lo emotivo y lo religioso es que el mensaje del mandatario careció de un contenido de fondo, y al haber privilegiado la forma se erosionó la figura del político o del estadista, aquel capaz de visualizar la situación de un país y de sus principales líneas de trabajo. Por ello los discursos de asunción presidencial son de tanta relevancia, al esbozar la imagen de lo que puede ser un gobierno. No deben ser propios y casi exclusivos de las homilías, porque esa mezcla siempre dará como resultado inevitables consecuencias desastrosas.