CABLE A TIERRA
Edelberto, mucho más que un intelectual
Sabíamos que iba a pasar más pronto que tarde; aun así, duele mucho cuando finalmente pasa. Edelberto Torres-Rivas, sociólogo e intelectual centroamericano, falleció el último día del 2018. Todos a quienes Edelberto nos hizo sentir parte de su familia ampliada por la afinidad y el cariño, compartimos sentir y pesar en estos momentos con su hermana, sus hijos, sus nietos y nietas y en especial, con la queridísima Ana María Moreno, su entrañable compañera de vida y mujer excepcional a quien extiendo en estos momentos todo mi cariño y un abrazo solidario.
Conocí a Edelberto hace veinte años; había vuelto al país tras muchos años de exilio para aportar al que en ese entonces era el sueño que nos unía a muchos: que la paz abriera la senda para el desarrollo; que ya no hubiera pobreza, exclusión ni desigualdades extremas que nutrieran nuevos ciclos de violencia. Esa visión y esos ideales fueron los que nos encontraron. Sobra decir que la brecha entre nosotros era gigantesca, pero él jamás la hizo sentir.
Se me agolpan demasiados recuerdos en la cabeza; dos en particular retratan al Edelberto que conocí en 1998: Estaba sentado frente a una computadora, en mangas de camisa; trabajaba en un libro que se llamó “¿Por qué no votan los guatemaltecos?” Recuerdo que me dijeron que él era el “famoso Edelberto”. Saludó y volvió a su tarea de escribir; eso fue todo. Poco después entendería que escribir era ese oficio que le permitía calmar temporalmente esa angustia que sentía por querer ver transformada esta sociedad en esa posibilidad incluyente que él veía en su mente.
La segunda vez sería en diciembre de 1999. Apliqué a un puesto en el entonces novel Informe Nacional de Desarrollo Humano y me citaron a entrevista. Resuenan aún en mi mente sus palabras elogiosas para con esta aprendiz de escribiente a la que él y Juan Alberto Fuentes Knight decidieron incorporar al equipo y con quienes compartí la pluma y el examen de la realidad socioeconómica y política del país por tantos años. En ese caminar, ya no solo conocí los elogios de Edelberto, sino también su lado mordaz, su humor negro, su infinita capacidad para el sarcasmo, nuestras discusiones interminables. Al hombre siempre ávido de aprender y de enseñar; para quién discutir y disentir era un necesario ejercicio intelectual, no una afrenta mortal, creadora de enemigos, como aún se suele interpretar en Guatemala.
También descubrimos que él y mi padre no sólo eran contemporáneos, sino fueron compañeros de estudios de colegio y luego, del atletismo. Así se forjó nuestra amistad: en la afinidad de convicciones; en el intercambio de ideas, en la vivencia de lo más humano y personal. Amistad que se cimentó en la cotidianeidad del trabajo, especialmente durante esa dura etapa cuando me tocó asumir la dirección del Informe Nacional de Desarrollo Humano. Él fue de los pocos que me apoyó incondicionalmente e hizo pública su confianza absoluta en mi capacidad para asumir esa tarea, cuando pocos apostaban a que lo iba a lograr. También porque le gustaba el fiambre y el bacalao a la vizcaína que yo preparaba; las cenitas en mi casa, donde se encontraba con queridos amigos en común. Y los viernes que me hacía acreedora de invitación a sus reuniones llenas de gente fascinante.
Honré su vida en vida, querido Edelberto, y la honro hoy de nuevo, en su despedida de esta tierra, agradeciendo todo lo que compartimos; todo lo que aprendí, todo lo que discutimos y todo lo que reímos. Me despido reafirmando que esa visión de una Guatemala incluyente aún perdura y se multiplica en mucha gente; es como un ancla que no dejaremos que los de siempre hundan en el fondo del mar.
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