LA ERA DEL FAUNO

El grito como práctica liberadora del ambiente tóxico

Juan Carlos Lemus @juanlemus9

|

Una vez grité en un barranco de los Cuchumatanes. Llené mis pulmones de aire al tiempo que elevé la vista a lo alto, hacia el cielo; luego, solté el grito más estruendoso que jamás había ni he vuelto a expulsar desde que tengo memoria. Andaba con Mario Rodolfo Morales, un colega y amigo con quien participábamos por esos días en unas raras jornadas de avistamiento de ovnis, recepción energética extraterrestre y otras presencias que se nos escondieron, por entero, durante nuestros días y noches de campamento.

El grito no formaba parte de aquella actividad. El deseo me vino cuando, en un momento de curiosidad, nos alejamos de las casas de campaña y caminamos entre barrancos. Subimos por un sendero hasta que nos topamos con un nacimiento de agua heladísima donde nos sumergimos. Estábamos frente a otra montaña, rodeados de bosque, todo parecía inhóspito. Ante aquella paz, tan silvestre como bucólica, recordé que alguien me había dicho un día que gritar era una de las mejores formas de expulsar las cargas negativas del cuerpo, de la mente y del espíritu. De cuando en cuando, me dijo, deberíamos gritar con todas nuestras fuerzas como si echáramos el alma por la boca. Aquella persona, cuyo nombre no recuerdo, era una figura que se me asoma hoy mística, de bigote ralo, chaqueta indígena, que irradiaba paz.

Tras aquella charla, fui a la orilla de un barranco —de otro barranco, en la ciudad, años antes del grito que les estoy compartiendo— y grité, pero débilmente porque había vecindario y sentí vergüenza. Es feo emerger uno de su práctica y advertir las miradas sorprendidas de la gente.

Pero el día del grito en los Cuchumatanes, lo hice con todas mis fuerzas. Fue como si echara, no el alma, los intestinos por la boca. No sé cuáles fueron los efectos que aquello tuvo en mi vida, solo sé que me provocó una especie de satisfacción, casi levitante, que habrá permanecido horas o días, no recuerdo.

A veces, extraño gritar. Pero hacerlo no es así nomás. Hay que estar uno en vena, preparado anímicamente y dispuesto en espacios inhabitados, en un lugar donde los vecinos no llamen a la Policía. No sea que quede uno visto como el loco de la cuadra. Y un loco deprimente, que sería lo peor, ojalá y fuera por loco genial.

Tengo entendido que en Japón ofrecen lugares para quebrar vidrios. Es que la necesidad de expulsar demonios es universal. Como a muchas personas en este país, me sucede que la vida me agobia. No es pesimismo, es porque los acontecimientos políticos, de justicia, los idiotas, la cooptación del Estado, el robo de medicamentos, la maldad de agentes tóxicos entorpecedores de la justicia, el tráfico, todo eso y más provoca una angustia que se hace nudo, se endurece convertido en fibroma, en hernia, qué se yo. O saca uno esa tensión gritando frente al Congreso; haciendo bicicleta —bajo la tensión del tráfico—; haciendo maratón —en espacios cerrados con guardias armados—; o pagando psiquiatras, psicólogos, como sea, hay que expulsarla.

Deberíamos tener sitios para gritar. Qué tal un club de gritadores. Clínicas del grito. Advierto que es aterrador. El grito desencaja los rostros. Los pone feos. Ni Munch. El grito dibuja un lago sucio en el espacio. Es como sacar un gusano de esos que, según dicen, los brujos han sacado a los borrachines para que dejen de beber. Más todavía, es como echar sapos y culebras. Después, tras el vómito de sentimientos es necesaria la oxigenación inmediata que reemplaza la porquería echada, con bocanadas de aire fresco, puro, de montaña. Así, puede uno volver a los asuntos malévolos de esta vida.

@juanlemus9

ESCRITO POR:

ARCHIVADO EN: