AL GRANO
El origen de tantos problemas
Me da la impresión de que una de las creencias más extendidas en nuestra sociedad es que ciertos bienes y servicios, en manos del Estado, son asequibles para el gran público pero, en manos de empresarios privados, son caros. Detrás del activismo de Codeca, por ejemplo, está ese mensaje y por eso propone la “nacionalización de la energía eléctrica”.
Esta forma de ver las cosas se basa en la equivocada creencia de que el empresario puede poner los precios que le dé la gana. Por supuesto que eso quisiera todo empresario racional, pero en una situación de competencia abierta, esto es imposible.
Detrás de esas creencias hay un mar de amargas experiencias de varias generaciones de mercados distorsionados por privilegios y proteccionismo estatal. Y eso, aunado a la doctrina de la justicia social a la latinoamericana, que ha impregnado por generaciones casi todos los programas y carreras de la universidad del Estado, forma una ideología que, además de ser fácil de entender (es intuitiva), parece conformarse con la realidad. Quiero decir que, en algunos casos, para quienes en el pasado tenían los servicios estatales, su coste era menor; a cambio de las mayorías no gozaban del servicio y los presupuestos del Estado tenían que cargar con pérdidas insostenibles.
Creo que, no obstante ser una ideología falsa, basada en creencias erróneas “a nivel teórico”, en la práctica se producen una serie de hechos y circunstancias que la refuerzan. No la demuestran ni la prueban porque, si se toma el caso de la energía eléctrica, por ejemplo, el cambio de paradigma de lo estatal a lo privado ha sido un éxito rotundo, a pesar de la conflictividad.
Pero ocurren dos cosas, a saber: primero, que a estas alturas casi nadie de entre los miles de habitantes de las zonas rurales de San Marcos o de Huehuetenango que hurtan el fluido eléctrico recuerda los racionamientos de energía de los ochentas y noventas ¡porque no tenían el servicio! Y, en segundo lugar, que en muchos otros aspectos de sus vidas son víctimas de “mercados distorsionados”.
En efecto, en la realidad, estos sectores de la población no tienen acceso a mercados laborales abiertos que, en un ambiente de competencia razonablemente libre, garanticen, de un lado, que su capacidad productiva se demande a mejores precios y, por el otro, que los bienes y servicios que consumen bajen de precio.
Si las inversiones se protegieran como está previsto en el ordenamiento jurídico del Estado y, por tanto, los derechos y libertades de los inversores fueran hechos respetar y valer, esas dos situaciones se harían realidad… siempre y cuando las empresas tuvieran que competir sin protección ni privilegios estatales.
Paradójicamente, si el Estado evitara con todo el peso de la Ley que se produzca un hurto sistemático del fluido eléctrico por miles de personas, si impidiera que se ocupen y vandalicen las plantas generadoras de energía, las empresas agropecuarias, los proyectos de minería, los servicios de transporte, etcétera, los niveles de inversión aumentarían y los nuevos emprendimientos demandarían los servicios de más trabajadores. Las nuevas empresas obligarían a las demás a mejorar sus precios para competir con éxito y el nivel de vida de todos mejoraría. Claro está, si todo esto se convirtiera en una realidad estable y duradera.
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