EDITORIAL

El papa Francisco y su tarea principal

El papa Francisco vuelve a América, y el hecho de que haya escogido ir a Cuba y a Estados Unidos debe ser entendido como una decisión de continuar la tarea de descongelamiento entre ambos países. Los primeros dos capítulos de este largo proceso fueron escritos por las visitas a la isla caribeña de Juan Pablo II, en 1998, y de Benedicto XVI, en el 2012.

El Vaticano comenzó a realizar las reuniones previas entre representantes estadounidenses y cubanos, en un papel de mediación cuya dificultad era evidente, por lo que ponía a prueba la habilidad y la experiencia para comenzar a tender los puentes, que ahora ya existen, aunque deban ser afianzados mucho más.

La primera visita papal tuvo un mayor porcentaje de acto religioso y permitió que el gobierno cubano dejara a los católicos practicar su religión sin temer represalias. La segunda puede ser considerada como un inicio de la mediación del Vaticano para normalizar las relaciones Estados Unidos – Cuba. Y esta tercera debe tener como meta la participación papal para lograr la faltante tarea de lograr el respeto a los derechos humanos en la isla.

Esta segunda vez que Raúl Castro puede saludar a la figura de mayor solidez ética de la cristiandad, debe encontrarse con un papa que, más allá de las expresiones diplomáticas, se centre en todo lo relacionado con las otras libertades básicas cuya falta convierte en dictaduras a los países donde ocurren.

Una de las críticas válidas que se hizo a la decisión estadounidense de iniciar el descongelamiento, fue que no quiso o no pudo lograr beneficios directos a los cubanos que han pagado con la cárcel expresar su pensamiento u organizarse políticamente en agrupaciones ajenas al régimen cubano. Al mantenerse esto último, la interpretación lógica es que la democracia interna quedó fuera.

La fuerza de los papas, como todos los líderes religiosos, radica en la base ética de sus argumentos. No tienen ejércitos, ni pueden convencer a nadie utilizando la fuerza, pero su capacidad de influir está fuera de toda duda. El papa Francisco debe entonces usarla para que desaparezca el irrespeto a los derechos humanos en los lugares donde el catolicismo es importante. Debe voltear sus ojos al caso de Leopoldo López, el opositor condenado a 14 años de cárcel por los jueces del dictador venezolano Nicolás Maduro. Y debe hacerlo ante el silencio cómplice de los países latinoamericanos democráticos.

En el momento actual debe afianzarse la separación entre religión y Estado, ante el efecto monstruoso —humano y cultural— del fanatismo religioso, cuando se agrega a la política, de lo cual es ejemplo el trágico éxodo de quienes en el Medio Oriente son víctimas de la barbarie de la Yihad Islámica. La secularización cristiana permite separar a ambas acciones humanas, lo que no las hace contrarias ni contradictorias, pero destaca su conveniencia.

El papa Francisco es el portavoz de los millones de personas que lo aplauden a su paso y que ven en él un símbolo de esperanza pero también de la fuerza moral. La realidad ha debilitado la idea que las barbaridades legales y políticas son “asuntos internos”. Los derechos humanos son universales, intrínsecos, una verdad que cada vez adquiere más adeptos y que tienen un adalid en personas como el primer papa que tiene al español como su lengua materna.

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