¿Hegemonía global?

FRANCO MARTÍNEZ-MONT *

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Construir hegemonía significa crear un proceso social de persuasión y generación de consenso activo de las masas, mediante el cual los grupos sociales se suman a un proyecto social, cultural, político y económico”. (Díaz Salazar, 2006:206).

Este precisamente es uno de los conceptos que revolotean en la mente de Fernando Valdez, un investigador de la Universidad Rafael Landívar que pronto publicará el libro El gobierno de las élites globales: cómo se organiza el consentimiento, la experiencia del Triángulo Norte.

En dicho libro, Valdez argumenta teorética y empíricamente cómo las empresas multinacionales construyen el consentimiento en los sujetos —no tanto en las colectividades—, a través del ejercicio del poder blando, utilizando para ello el andamiaje variopinto de los tanques de pensamiento —Brookings Institution, Aspen Institute y Cato Institute con fuerte influencia en el Istmo—, ya que estos, valiéndose de su prestigio académico e “imparcialidad” investigativa, maquilan los recetarios del “desarrollo económico” que las transnacionales financian para oligopolizar los mercados, concentrar las rentas, los ingresos y las riquezas.  

Valdez replantea el debate sobre la distinción entre consentimiento y consenso —el Foro Económico Mundial como epicentro hegemónico—, reconociendo que el consentimiento hace alusión al carácter permisivo que las masas le otorgan a la educación, cultura e influencia intelectual dominante, implica una indulgencia ante el ethos epidémico de las élites globales. El consenso, por el contrario, está enfocado en procesos sociopolíticos que se dan en ciertas coyunturas bajo criterios aceptables de participación ciudadana, legitimidad política y voluntad gremial, y donde generalmente emanan pactos y/o acuerdos —el fracaso de los Acuerdos de Paz como agenda de políticas públicas—.

Finalmente, la hegemonía supervive dadas las interconexiones sistémicas del capitalismo global, aquel que ha reducido a su mínima expresión al Estado, que ha socavado las bases de la institucionalidad democrática, que ha relegado al bienestar común a una discursividad obsoleta, y que ha convertido a la ciudadanía en una masa amorfa, en sujetos enajenados y en mercancías de las élites globales.

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