PERSISTENCIA
Hostil sinceridad
Con sobrada frecuencia es la sinceridad clave insustituible de comunicación. Ella nos hace decir verdades gratas o temerarias. Sin embargo, hay ocasiones en que decimos emplearla, pero el fin que perseguimos no está en el mayor entendimiento o comprensión con nuestros semejantes, sino en la agresión a los mismos, quienes, por diversas razones —o más peligroso aún, sinrazones— nos importunan.
La sinceridad, entonces, deja de ser edificante para convertirse en placentera arma que agravia, o de manera más violenta, destruye.
En nombre de lo que llamamos aversión a la mentira, esgrimimos funestas verdades que sabemos son ofensas que nos acreditan no como seres honestos y veraces, sino agresivos amargados.
El dilema está en discernir cuando la sinceridad es auténtica y cuando es rencor escondido, ira solapada que necesita manifestarse en alguna forma y escoge la más fácil: espetar palabras calculadas que sabemos causarán molestias o dolores.
Será nuestra intención la que nos hace saber cuándo procedemos con sinceridad y cuándo con cólera, cuándo somos en realidad honestos y cuándo funestos.
Es tan frecuente oír y oírnos esta exclamación plena de narcisismo que rescata nuestro amor propio ultrajado: “¡le dije sus verdades!”, lo cual vendría a equivaler a: “¡lo hice añicos!”.
Y no pensamos que estamos lejos de ser tan mezquinos; además, es algo más que simple mezquindad la que hace que nos conduzcamos en semejante forma, pues, como dice Freud, “…Todos creemos tener motivos para estar descontentos de la Naturaleza por sus desventajas infantiles o congénitas, y todos exigimos compensación de tempranas ofensas inferidas a nuestro narcisismo…”.
Así, yendo más allá de lo ético para penetrar en las profundidades de nuestra psiquis, veremos que lo que mal llamamos sinceridad, no es sino rústica y peligrosa arma que nos sirve para atacar a quien nos infligió algún agravio, de manera voluntaria o involuntaria, o bien para defendernos de posibles agresiones a nuestro vulnerable y sutil amor propio, provenientes de alguien que tiene alguna supremacía —de cualquier índole— sobre nosotros.
En tales casos la sinceridad no es sinceridad, sino síntoma de un miedo que nos consume. Por ello, muchas veces los grandes valientes que van diciendo a diestra y siniestra las verdades a todo el mundo no son sino grandes cobardes.
Una manera de defendernos del miedo es demostrándonos a nosotros mismos y a los demás lo temerario que somos. Expresiones como: “yo no le tengo miedo a nadie” o “no tengo pelos en la lengua”, nos indican estados anímicos poco saludables, pues constituyen síntomas inequívocos de uno de los fantasmas que más atormentan a los humanos: el miedo.
A menudo —que no siempre, claro está— el empleo de la hostil y agresiva sinceridad no es propiamente un acto de valentía. Todo lo contrario, tras él se oculta el temor, la desconfianza, el recelo de lo que el prójimo pueda hacernos o develarnos y vaya en detrimento de nuestro narcisismo.
“Decir la verdad y toda la verdad” no es nada fácil de lograr. Con harta frecuencia en nombre de este aforismo cometemos atropellos o atrocidades, dando rienda suelta a nuestro instinto de destrucción por siempre oculto en algún rincón de nuestra alma.
“Decir la verdad y toda la verdad” puede iniciarse con un intento de confesarnos nuestros propios miedos y buscar su causa.
De tal modo que en múltiples ocasiones se es más sincero callando, siendo gentil y educado con el prójimo que espetándole sus verdades. Pero eso depende de nuestro estado de ánimo y de nuestro grado de madurez emocional.