EDITORIAL
La fiscalización de los partidos
En el reciente informe que la Organización de Estados Americanos entregó a las autoridades del Tribunal Supremo Electoral se puntualiza que esa institución no cuenta con los mecanismos idóneos suficientes para ejercer un control satisfactorio sobre los gastos e ingresos en los que incurren los partidos políticos.
En esa falencia, ciertamente, confluyen factores que tienen que ver con dinámicas de poder ajenas a los hechos puramente políticos, pero por otra parte existe la opción de fortalecer el poder coercitivo y de mando que deben ejercer las autoridades del TSE, sobre todo porque si se desea que la dinámica democrática del país evolucione hacia un estado de madurez, se requiere de una depuración de quienes manchan los procesos.
En nuestra historia reciente, grupos abiertamente en contra de toda norma han financiado de manera abierta a muchos políticos e incluso a personajes que representan todo un cuadro de antivalores en la función pública, cuya influencia en algunos casos trasciende las elecciones, al punto de que llegan a hablarles al oído a los gobernantes sin haber sido legítimamente electos ni conocidos sus lazos.
Históricamente, esa influencia la tenían grupos tradicionales, sobre los que tampoco existían controles y hasta se consideraba normal que los candidatos buscaran esas dádivas, en una especie de contrato no escrito que después debían pagar a través de ciertos favores desde el Estado.
Dicho modelo, como era lógico, también fue adoptado por estructuras criminales que encontraron un nuevo espacio para limpiar recursos malhabidos y de paso obtener cuotas de poder para influir no solo en operaciones comerciales, sino incluso para coludir la justicia y desvirtuar investigaciones, o bien redirigirlas en contra de competidores en negocios turbios.
Esas malas influencias no necesariamente comienzan con figuras de alto nivel. Lo usual es que arranquen cortejando a las autoridades locales, donde muchos alcaldes han llegado a manejar enormes cantidades de recursos para financiar sus campañas políticas. Esto, por supuesto, también tiene otro ingrediente, y es que en las mismas necesidades coinciden varios diputados, que con sus millonarios gastos, tarde o temprano buscan traducirlos en tráfico de influencias al legislar o procurar asignaciones de fondos para proyectos.
La mayoría de los candidatos que incurren en estas irregularidades actúan con la certeza de sus anomalías, sobre todo porque las cantidades dinerarias son inexplicables, y por ello es que no les gusta que los medios de comunicación informen de sus actos, porque rápidamente quedan al descubierto la desvergüenza y los excesos en el financiamiento, al punto de que llegan a expulsar de sus mítines a la prensa que puede ser crítica.
Con este informe entregado por la OEA se debe aprovechar la ocasión para reiterar la necesidad de ejercer mayores controles sobre el financiamiento político, porque no solo es uno de los mayores agujeros negros de la política nacional, sino porque tiene hondas repercusiones en la democracia.