ALEPH
La Guatemala sin niñas
¿Qué debería estar haciendo una niña normal de 13 años en un día cualquiera de este siglo del conocimiento y la información? Estudiando, jugando, divirtiéndose, formándose, aprendiendo, relacionándose con otras niñas y niños, observando las estrellas por un telescopio, leyendo, nadando y tanto más. Sin embargo, Guatemala lleva generaciones tras generaciones de niñas y adolescentes sin niñez. Luego de la primera menstruación, e incluso antes, millones de niñas guatemaltecas son de cualquiera que se crea su dueño.
Y no se vale decir la frase simplona de quien no entiende que no entiende: “En este país eso no sucede porque yo fui una niña feliz y no me pasó nada malo.” Quienes trabajamos en ese campo, sabemos que en medio del 64 por ciento de pobreza que hay en Guatemala, las que la llevan peor son las niñas. Y eso que no hemos hablado del machismo que priva en nuestra sociedad. Podríamos comenzar por averiguar cuántas de ellas quieren tener un hijo a los 12 años, ser casadas a los 14 o fungir de esclavas sexuales y domésticas de un señor 40 años mayor que ellas desde los 13.
El año pasado, el Observatorio de Salud Sexual y Reproductiva (OSAR) nos dio las cifras de solo 5 hospitales públicos del país: 74 mil niñas y adolescentes entre los 10 y los 17 años dieron a luz. El 89 por ciento de esos casos estaban relacionados con violaciones de hombres de su entorno cercano; una tercera parte de ese 89 por ciento, correspondía a los mismos padres biológicos. A estas alturas del año 2015, las cifras han crecido, mientras la edad de las jóvenes madres sigue disminuyendo. Y después la gente pregunta por qué ellas no quieren a sus hijos e hijas…
Desde pequeñas son las que ayudan a la madre en el cuidado de los hombres de la casa, las que se levantan más temprano y se acuestan de último, las que comen peor y después de todos. Son las que salen de la escuela cuando no alcanza el dinero y las que son vendidas, intercambiadas o regaladas más rápido, porque representan una carga. Allí, en el cuarto de atrás de nuestra historia, están los relatos de miles de niñas que, por generaciones, fueron robadas por el señor principal del pueblo, quien las montaba en su caballo y huía con ellas. En ese mismo cuarto están también el derecho de pernada y el silencio cómplice de quienes sostienen que eso es cultural y que, contra ello, no se puede hacer nada. Allí están los fundamentos de la violencia sexual actual y de muchas otras formas de violencia social.
Cuando escucho los relatos de adolescentes embarazadas con tan solo 15 años, escucho el eco de una sociedad derrotada, pero cuando escucho a las de tan solo 10 u 11 años siento, además de lo anterior, una profunda rabia. Y si no creemos que esto es parte de un sistema patriarcal, hace dos días los diputados guatemaltecos conocieron la iniciativa de ley que busca reformar el Código Civil y aumentar a 18 años la edad del matrimonio, que ahora se permite desde los 14 para las mujeres y desde los 16 para los hombres (hasta allí se nota quiénes hacen las leyes). La dejaron, de nuevo, fuera de la jugada, porque esos temas tienen que ver con la normalización cotidiana de la violencia sexual en los cuerpos de las niñas, fenómeno por demás “cultural” e intocable. Así, volvieron a normalizarlo y, tácitamente, se convirtieron en parte del problema porque ninguna tradición cultural puede ser permitida si su práctica viola los derechos humanos de la persona que la padece.
Guatemala lleva generaciones de mujeres que pasaron del vientre de sus madres a ser abuelas, sin saber que podían ser niñas. Millones de ellas se han quedado al margen de una educación en derechos sexuales y reproductivos, millones han nacido y muerto sin poder tomar decisiones sobre sus propios cuerpos, millones han traído al mundo a niños que no quieren. Y encima tienen que ser buenas madres, buenas mujeres, buenas esposas. Así, ¿qué Guatemala podemos ser?
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