MIRADOR
La paz que no llega
La firma de la paz debió ser el fin del conflicto armado interno. Años después, sin embargo, se inició una persecución judicial contra acusados de cometer delitos de lesa humanidad. Es evidente, racional y lógico que quienes suscribieron la paz entendieron el proceso como el final a toda confrontación armada, judicial, ideológica y personal, porque de lo contrario no la habría firmado. No podía ser de otra forma, aunque realmente no haya sido así.
El inicio de juicios contra militares —alguno esporádico hubo contra miembros de la guerrilla— abrió una caja de pandora cuyas ondas todavía aturden. El famoso caso de genocidio —y otros— contaminó y exaltó el ambiente porque vulneró aquel pacto firmado con la esperanza de que el conflicto concluyera. El encarcelamiento de veteranos militares de avanzada edad, además de transmitir una penosa imagen sobre la detención preventiva, desgasta y, por supuesto, indigna a la institución militar y a sus integrantes que obedecieron al poder constituido y ahora sufren persecución y enjuiciamiento de algunos de sus integrantes por estar en la cadena de mando, incluso sin ser autores materiales de acciones criminales. Del otro lado, hay que entender el pesar de quienes perdieron a seres queridos porque fueron ejecutados, torturados, secuestrados o desaparecidos y desean justicia, venganza o resarcimiento ¡No importa!, están en su derecho de sentirse igualmente indignados y reclamar lo que consideran “reparador” en función del dolor que llevan consigo.
' La confrontación está asegurada al transmitir rechazo, odio o desprecio a las generaciones venideras.
Pedro Trujillo
Difícil entenderlos si no se pertenece a alguno de los grupos a los que hay que añadir aquellos que sin militar ideológicamente, sufrieron las consecuencias directas o indirectas de cualquier de los dos bandos o tuvieron que salir del país por seguridad. La supuesta paz, firmada hace años, no ha llegado aún y entre reproches, acusaciones, juicios, indemnizaciones o búsqueda de marcos legales de exoneración de responsabilidad, nos hemos adentrado en el presente siglo sin que la solución aflore. Pero hay algo peor: de seguir así, la confrontación está asegurada por años al transmitir ese rechazo, odio, ardor o desprecio a las generaciones venideras.
Si se desea que alguien culpable de haber secuestrado, torturado o asesinado colabore con la justicia, únicamente hay una solución posible: debe ser perdonado y no encarcelado. Si la parte ofendida quiere conocer el paradero de sus familiares, debe perdonar o, por el contrario el silencio será lo único que encuentre como respuesta frente a quien tiene miedo de sufrir represalias. Si el resarcimiento es un fin perseguido, encontrará igualmente reprobación general porque quienes deben pagar ni siquiera participaron en los actos. Es fácil concluir que una ley de reconciliación nacional pasa por perdonar después de confesar y colaborar para que se resuelva lo que aflige a muchos: ¿dónde están los desaparecidos?, de otro modo cualquier propuesta no tendrá el éxito deseado.
Podemos seguir negando la realidad por la que atravesamos, pero no servirá porque no arreglará el problema, además de dilatarlo eternamente con pocas esperanzas de búsqueda de la verdad y mucho de odio o venganza. Hacer las cosas unilateralmente está abocado al fracaso y seguramente generará más rechazo y provocación porque un conflicto armado afecta a todos —a cada quien a su manera— y frente al innegable dilema no es posible encontrar una buena solución aunque la menos mala parece estar clara. El perdón sin colaboración no es de recibo; la venganza o el interés solo genera rechazo. La virtud, como de costumbre, suele estar en el medio y aunque visible, pareciera estar difuminada y oculta para algunos.