EDITORIAL
Lecciones que no se aprenden
A raíz de las variaciones climáticas, que se han acentuado durante las últimas décadas, Guatemala aparece en los distintos foros internacionales como uno de las países más vulnerables, por su ubicación geográfica, por la conformación de territorio y por descuidos y negligencia humana en lo referente a construcción.
El próximo jueves se cumplen 40 años de la peor tragedia que ha vivido el país, y pareciera que su impacto no ha logrado convencer a muchos de la fragilidad de nuestro suelo y de cómo se edifica, principalmente en áreas que son más susceptibles a los desastres.
Uno de los mayores impactos del terremoto del 4 de febrero de 1976 fue el desplazamiento humano, que transformó principalmente la fisonomía de la zona metropolitana, a donde empezaron a llegar miles de damnificados y muchos otros que también aprovecharon la oportunidad para abandonar zonas vulnerables.
Lo malo de esa movilización masiva fue que se hizo en el más absoluto descontrol y muchas de las áreas verdes y barrancos fueron ocupados por los desplazados, quienes posteriormente fueron ubicados en otros terrenos, pero no faltaron más familias que volvieron a asentarse en zonas de riesgo.
Ese desorden tomó por sorpresa a las autoridades, que ni siquiera cuatro décadas después han tenido la capacidad de resolver la problemática y son miles de personas las que ahora habitan en las orillas de los barrancos y laderas que rodean la capital.
Esa quizás sea la mayor amenaza si ocurriera un nuevo evento sísmico de gran magnitud. Pero también la construcción es factor de riesgo, puesto que a la fecha el país no ha podido implementar un decente código de edificación y uso de suelos que obligue a empresas y particulares a respetar determinadas normas y parámetros mínimos.
Por ello es que cada quien construye como puede, salvo cuando los propietarios pueden pagar una edificación que reúna las condiciones requeridas. Existen muchos otros casos en los que se construyen pequeños edificios para alquiler, pero se anteponen los costos del proyecto a cualquier medida de seguridad.
También se deben citar ejemplos de negligencia de algunas autoridades que no solo no supervisan ni exigen medidas mínimas de seguridad en esas edificaciones, sino que se hacen de la vista gorda en proyectos que claramente presentan grandes riesgos, como ocurrió recientemente en El Cambray 2, donde se desatendieron las advertencias de las autoridades.
Otras de las reacciones ante la tragedia de 1976 fue la creación de la Coordinadora Nacional para la Reducción de Desastres (Conred), que surgió con el objetivo de prevenir y velar porque se redujera al máximo la vulnerabilidad, pero muchas autoridades han ignorado sus avisos, como lo evidencian diversos asentamientos humanos.
Hoy, 40 años después de la tragedia que provocó la muerte de más de 23 mil personas y dejó sin hogar a un tercio de la población, se hace urgente que entidades como la Conred adquieran mayor protagonismo y que sus advertencias obtengan la atención debida, para evitar otro episodio tan doloroso.