A CONTRALUZ
Narcopolítica
La amenaza principal de los narcotraficantes no es su poderío militar, sino su capacidad económica para comprar voluntades, pagar silencio y que el Estado mire para otro lado mientras ellos operan. A un sector de narcos ya no le interesa infiltrarse en el Estado, ser parte de la alta burocracia o incidir en las políticas públicas. Al fin y al cabo, son empresarios y quieren mover su producto de la manera más confiable y segura. Y por eso pagan, no por incrustarse en la administración pública, donde podrían ser más visibles y estar en más riesgo. La etapa simbiótica de penetración del crimen organizado, en la cual narco y Estado eran lo mismo, no es propicia para el negocio. Ya no interesa el alto perfil al estilo Pablo Escobar de querer llegar al Congreso o a la Presidencia. Ahora buscan estar a la sombra y tener operadores políticos. Ese habría sido el principio que definió la alianza entre Roxana Baldetti y los zetas; una relación que mantuvo a cada quien en su rol: ella en el control del Estado y ellos en el trasiego de estupefacientes.
El informe del Departamento de Justicia de EE. UU. señala cómo ella se comprometió con los zetas a ser su operadora en el Gobierno para restringir los dispositivos policiales en contra de ese cartel. A cambio de dinero para financiar la campaña del PP y para su bolsillo, Baldetti ofreció utilizar la estructura policial para combatir a narcos rivales, algo que cumplió cuando fue vicepresidenta. No se ha comprobado si la campaña que lanzó Pérez Molina a favor de la legalización de las drogas haya estado relacionada con los negocios de Baldetti y los zetas, pero conociendo el nivel de presión que ella ejercía sobre el expresidente no se puede descartar nada.
A diferencia de México o Colombia, donde los narcos se han enfrentado violentamente contra el Estado y cuya guerra ha dejado miles y miles de muertes y destrucción de infraestructura, en Guatemala la tendencia pareciera ser otra. Baldetti es apenas uno entre decenas o centenares de casos de políticos que venden sus servicios al crimen organizado. Jorge Chabat, en su ensayo El discreto encanto de la corrupción, señala que el narcotráfico paga a sus operadores dentro de las estructuras del Estado (Ejecutivo, Legislativo y Judicial) por la poca movilidad de las fuerzas policiales, por la información sobre operativos y sobre la ubicación de sus enemigos. Los narcos preferirían un gobierno fuerte, estable y discretamente corrompido que un gobierno ineficiente. Una administración demasiado débil que permita la actividad abierta del narco resultaría disfuncional para ellos, señala Chabat. A eso se le podría llamar una coexistencia pacífica con una estrategia de gana-gana para ambos. Si los narcos operan con tranquilidad también pueden incidir positivamente en la economía a través del lavado. Quién sabe si esa idea habría bullido en la cabeza de Baldetti, henchida de patrio ardimiento.
Chabat llama a esa relación la etapa parasitaria cuando existe una interacción limitada entre el sistema criminal y el sistema político. El narco ha comprado servicios en el Estado y obtiene protección e información. Los barones de la droga están cómodos y sus actividades de lavado pueden resolver los desequilibrios en la balanza de pagos, además de generar empleo e incluso convertirse en proveedores del Estado a través de empresas de fachada. No solo eso, también impulsan obras de beneficio para las comunidades pobres, como caminos, escuelas o centros de salud, algo que hace ver lucitas a los gobernantes que son incapaces de proporcionar estos servicios y que alegra a los políticos que así pueden saludar con sombrero ajeno y acumular simpatías en la población. De esa forma la narcopolítica se ha extendido como un cáncer en todo el país.