Niños perdidos

Buena parte de la historia gira alrededor de Kevin, un “patojo buzo” de 14 años, hondureño, cuya madre lo ha alentado a irse a Estados Unidos, para que pueda mandarle dinero.

Para Kevin, Estados Unidos es lo que ve en las películas y en la televisión: grandes edificios y ciudades; quiere conocer Manhattan y quedarse en ese país toda su vida. Su madre es vendedora de empanadas, Kevin es lustrador de zapatos. A la pregunta de qué es lo que está buscando en Estados Unidos, Kevin responde: “Encontrar una mujer que me adopte pa’ mientras crecer y buscar chamba”. Un par de escenas antes, Kevin ha hablado por celular con su madre, quien le pregunta “¿estás trabajando?”.

Ante el enorme influjo de menores de paso, las autoridades migratorias mexicanas formaron el grupo Beta, unidad móvil que acompaña al tren y que, lejos de hacer cumplir la ley, le da agua, servicios médicos e información a los migrantes. En una escena, un agente Beta le trata las ampollas a Kevin y da consejos a los niños sobre precauciones para no caer del tren y, sobre todo, desconfiar de los coyotes, quienes los podrían secuestrar y exigir rescate a sus familiares en EE. UU.

Juan Carlos es un chapín de 13 años, oriundo de Retalhuleu, la capital del mundo, quien logró llegar tan solo hasta Tapachula, donde es retenido. Iba solo, sin permiso, dejándole una carta a su madre, en la que le dice que decidió irse a trabajar a Estados Unidos. Su madre, Esmeralda, dice que Juan Carlos iba rumbo a Nueva York, donde está su padre, quien se fue ocho años atrás, sin despedirse. Aunque Esmeralda parece sorprendida por la fuga de su hijo, luego resulta que Juan Carlos no fue el primero en irse. Un mes antes se había ido, solo, su hermano menor, Francisco, de 9 años, quien logró llegar a California, a dar con su abuela, Gloria, quien le pagó US$3 mil 500 a un coyote para que lo contrabandeara. Francisco tiene un brazo fracturado y parece estar traumatizado por el viaje. A Juan Carlos, las autoridades mexicanas lo regresaron a Guatemala.

Por su parte, Gloria dejó a su hija Esmeralda, de 1 año, y la vio de nuevo hasta los 13. “Cuando nos reunimos”, dice, “no sentí nada, no sentí yo que fuera mi hija. Como que el amor se pierde, ya nosotras las mujeres que dejamos a nuestros hijos y nos venimos a luchar por ellos ya no recuperamos el amor de ellos. Es el pago que pagamos por estar en este país”. La entrevistadora le pregunta a Gloria, madre de Esmeralda y abuela de Juan Carlos y Francisco, si sigue pensando que valió la pena. Gloria no titubea en su respuesta: “No, se pierde el amor de la familia”.

¿Padres que abdican al cuidado de sus hijos y los entregan a coyotes? ¿Qué niveles de desesperación y desesperanza priva entre estos padres y sus niños? ¿Qué dice esto de una sociedad? El valor supremo, el mayor tesoro de una familia y de un país, sus niños, arrojados a la incertidumbre y el destierro.

fritzmthomas@gmail.com

ESCRITO POR:

Fritz Thomas

Doctor en Economía y profesor universitario. Fue gerente de la Bolsa de Valores Nacional, de Maya Holdings, Ltd., y cofundador del Centro de Investigaciones Económicas Nacionales (CIEN).