TIEMPO Y DESTINO
No es renegar de los avances
Isidoro Zarco, dijo Pedro Julio García en su discurso del XXV aniversario de Prensa Libre (1976), “era el hombre apasionado, perspicuo, carismático, vertical como el árbol, generoso como la tierra misma. Me gustaría pensar que en este aniversario de Prensa Libre, que él amó vehementemente, su espíritu espléndido ha estado rondando sus antiguos lares para insuflarnos nuevas energías, para llenar nuestras alforjas de renovado optimismo, o como, simplemente, para hacer que recobren vigencia las cuestiones que se han ido quedando como desgarros en el camino, estas mismas cuya ausencia hoy me aguijonea Pero, por favor, no se entienda mal; no reniego del progreso ni pretendo plantear la disyuntiva de avance o estancamiento. Solo quisiera que en el empuje hacia adelante no fuere preciso lamentar la pérdida de esos bienes inconsútiles que han dado en su sazón una magnitud placentera al trato entre los seres humanos; un deseo vano, sin duda, pues cada vez nos hallamos más dentro de esos grandes molares de la sociedad de masas, masas ingentes, triturados por el peso, aplastados por el número, sometidos al imperio de la demagogia galopante. Se avanza, sí, es inevitable; pero, van quedando atrás, poco a poco, dones esenciales que han dado a la convivencia de los humanos su apropiado aderezo.
Si esta es la situación predominante en todas las esferas de la coexistencia, no ha de sorprender a nadie que la nostalgia aparezca en el horizonte con visos de moda. Adviértase que no es una tesitura individual, como la mía en esta fecha, sino colectiva; atañe, no a una actividad singular, sino a múltiples dominios del quehacer humano. Sin que nadie se explique claramente por qué, se hacen revaloraciones nostálgicas de casi olvidadas figuras y se miran las cosas del pasado con ojos de velada ternura. Nostalgia es, en rigor, la pena que se experimenta por el bien perdido. De pronto se descubre su ausencia y quiere rescatársele inconscientemente por la vía del recuerdo sistematizado, porque no hay a la vista un substituto apto. Es un movimiento defensivo del ánimo, que bajo el acoso de fuerzas torvas, se regocija con acciones que otrora gozaron de gran lozanía. Aquí mismo en este festejo esplendente que Pepe de Lima, a nombre de Cindal y Nestlé, ofrece a Prensa Libre, habría materia para tales disquisiciones. La magnanimidad, la cortesanía, la nobleza de acción y pensamiento que caracterizan a Pepe de Lima, son bienes que se van perdiendo bajo el signo de los nuevos tiempos. Ya no es frecuente encontrar ejemplares de su especie. Hombres que, como él, hacen de la magnificencia un apostolado, de la cordialidad un artículo de fe y de la benevolencia un ministerio, van quedando pocos, tan escasos que no faltarán quienes vean a este gran señor de la afabilidad como un espécimen extraño. El epíteto correcto, sin embargo, no sería ese. Háblese mejor de excepcional, porque él es, sin adarme de duda, hombre de excepción, tanto más notoria cuanto más acentuado el deterioro circundante de la caballerosidad y la munificencia. Admirable como es por su comedimiento, lo es también por su cultura, por su vocación de servicio, por sus ejecutorias como artífice de grandes empresas a las que ha estampado su sello personal, lo que es decir que ha hecho de ellas no solo eficientes instrumentos de producción, sino también instituciones coadyuvantes a la armonía y la concordia sociales. Amigo fiel, devoto de sus afectos, jefe comprensivo, dueño del respeto y del cariño de una de las entidades empresariales más notables del mundo, Pepe de Lima es, casi estrictamente hablando, una figura rescatada de un medio que se va extinguiendo paso a paso: el ámbito de la finura, de la delicadeza, de las atenciones y, sobre todo, de la condescendencia. Es la clase de hombre que este día, con la esplendidez que en él brota, con la naturalidad del trino de la garganta del guardabarrancos, ha volcado sus sentimientos amistosos sobre el regazo de Prensa Libre.