PERSISTENCIA

Escrúpulos del escritor

Margarita Carrera

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Escribir es una tarea ardua. Implica reflexión sobre los más hondos sentimientos, concentración, sinceridad, rechazo de todo lo que se acerca al engaño, rotunda entrega a la palabra.

Vivir, en cambio, significa algo más espontáneo y frágil, menos pensado y por lo tanto más peligroso y desbordante.

Es sentir de manera benévola o catastrófica, decir y desdecirse, hacer y deshacer, lograrse y malograse, llevar a cuestas mil máscaras y mentiras, fingimientos y desdoblamientos, concesiones equívocas para sobrevivir en un mundo absurdo y hostil.

Y no cabe duda, si para escribir somos exigentes y no nos permitimos deslices inadecuados, falsas apreciaciones, flaquezas y tartamudeos, para vivir obramos de manera diferente; y si en nosotros mora en menor o mayor grado el desequilibrio propio del artista, somos arrebatados, irreflexivos, desmesuradamente dadivosos o irrefutablemente egoístas, y hablamos antes de pensar, para luego agonizar pensando sobre lo que hablamos; total, vacilamos de manera pueril y con frecuencia, como dice Proust: “nos arruinamos, enfermamos, nos matamos por mentiras…” Pero aquí es donde el escritor une de manera inseparable su vida a su obra: sólo “de esas mentiras” se puede “extraer un poco de verdad”.

Esto es, la mentira vivida, sometida a juicio, a análisis implacable, nos lleva, sino a toda la verdad por siempre inalcanzable, por lo menos, a “un poco de verdad”, que ya es bastante, porque nos acerca a nosotros mismos, y por tanto, nos ayuda en nuestro escrupuloso oficio de escritor.

La creación artística nace —a menudo— a consecuencia de la caída. El alma se derrumba dentro de sus propios abismos y en su desasosiego infinito busca una salida que le retorne a su yo verdadero. Para el escritor, la palabra es esta salida, es, por lo tanto, su salvación; en ella encuentra, por fin, algo a qué asirse, algo verdadero y estable. Y, entonces, le resulta que el oficio de escritor le es indispensable a pesar de sus rigores, de sus asperezas, de su ascetismo, de su exigencia, de su atroz disciplina. Y se huye de la vida para encontrarla, inequívocamente, en el encierro del escritor, de la solitaria creación, dura gimnasia que logra rescatarnos, en parte, de las infamias del destino.

Y escribir es algo tan veraz y contundente, algo tan íntimo y delicado, que para poder entregarse a este oficio es necesario el aislamiento, que no es sino huida hacia un lugar de silencio y soledad, especie de templo sagrado en donde se solaza, el yo creador.

No faltará quien llame a ese templo “torre de marfil”… Y lo que se produce desde esa “torre” son palabras robustecidas por el afán inconmensurable de acercarse a lo verdadero y a lo bello.

Así, el escritor si no es a menudo capaz de capitanear la nave de su vida que sufre tiempos de tempestad, que goza de calma, capitanea –con la soberbia de los dioses– la nave de su obra.

“Las penas —nos dice Proust— son servidores oscuros, detestables, contra lo que luchamos, bajo cuyo imperio caemos cada vez más, servidores atroces, imposibles de sustituir y que, por vías subterráneas, nos llevan a la verdad y a la muerte…” Un poco menos pesimistas que Proust resaltamos el lado positivo de las penas, ángeles endemoniados que nos conducen a la creación artística, pero, siendo fatalmente cierto que nos llevan a la muerte, pueden, en alguna forma esquivarla, si es que creemos en la inmortalidad de la obra de arte.

Y al saber de esta posible inmortalidad, al intuir que la creación trasciende al creador y una vez realizada tiene vida propia, el escritor –que como todo humano no desea morir– se vuelve escrupuloso con su obra, esmerado y atento: piensa en la coma, el punto, la palabra adecuada, a fin de no traicionar su pequeña verdad nacida con alientos de eternidad.

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