PALABRAS DE PAPELHe aquí un hombre

EDUARDO P. VILLATORO

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La gente camina presurosa. Los centros comerciales están atestados de hombres y mujeres obsesionados por las últimas compras.

En dependencias públicas y empresas privadas, aunque ya participaron en el convivio, jefes y subalternos se afanan en los postreros preparativos para otro festejo en el que abundará el licor, los bocas, los chistes, los coqueteos.

Después, algunos ya no llegarán esa noche a sus hogares porque el accidente los conducirá al hospital, otros más irán a parar a la cárcel y los menos afortunados contribuirán para cumplir con la hora irrevocable de su muerte.

Lo más probable es que no se acuerden del motivo central de la celebración, de los regalos, las canastas, los abrazos, los cuetes y canchinflines. Se les olvidó o nunca les contaron ni se interesaron por conocer al hombre que cambió el rumbo de la historia.

Posiblemente usted sí la sabe, pero de todas formas le comparto esta semblanza de humildad que yo leí en el lejano 1986, publicada en la revista Plenitud. Dice así:

He aquí a un hombre nacido de mujer humilde, en un pueblo olvidado. Creció en una aldea y trabajó en un taller de carpintería hasta los 30 años de edad.

Después, durante tres años fue predicador errante. Nunca escribió un libro. Jamás desempeñó cargo oficial alguno. Nunca formó un hogar o una familia. Jamás fue al colegio. Nunca vivió en una gran ciudad.

Nunca viajó a más de 300 kilómetros del pueblo donde nació. Jamás hizo una de esas cosas que, por lo general, acompañan a la grandeza.

No tenía más credenciales que su propia persona. Siendo aún joven la corriente de opinión pública se alzó contra él.

Sus amigos lo abandonaron y fue entregado a sus adversarios. Tuvo que pasar por una parodia de juicio, fue clavado en una cruz en medio de dos ladrones, y mientras moría, sus verdugos rifaron entre ellos lo único que él poseía: su túnica. Una vez muerto fue sepultado en una cripta prestada gracias a la compasión de un conocido.

Veinte largos siglos han transcurrido desde su muerte, y ahora él es la figura central de la humanidad.

Todos los ejércitos que hayan marchado, todos los barcos que hayan navegado, todos los gobiernos que se hayan formado y todos los políticos que hayan gobernado, todos juntos no han afectado la existencia del hombre en el mundo tanto como lo ha hecho esta vida callada y sin pompa. Jesús.

(Romualdo vuelve a exclamar con Isaías: Regocíjate y canta, oh moradora de Sión, porque grande es en medio de ti el Santo de Israel).

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