Opinión: No tenga miedo, renunciar puede hacerle ganar

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La maratonista Molly Seidel siempre ha sido una atleta extraordinaria, pero su ascenso al podio de las medallas olímpicas no fue lineal. No asistió a las pruebas de clasificación de Estados Unidos para los Juegos Olímpicos de 2016 a fin de someterse a un tratamiento para el trastorno obsesivo-compulsivo, la depresión, la ansiedad y los trastornos alimentarios.

“No tenía la mente en lo que hacía, a pesar de que corría muy rápido”, me dijo la joven de 27 años de Wisconsin, días después de ganar la medalla de bronce en el maratón femenino de los Juegos Olímpicos de Tokio. “Sencillamente no podía seguir por ese camino”.

En 2016, Seidel pensó que su carrera había terminado, cuando apenas tenía 22 años. El tratamiento lo cambió todo. Nunca se sintió mejor atleta. El año pasado, clasificó para los Juegos Olímpicos en el primer maratón que corría. Y cuando cruzó la línea de meta el pasado fin de semana, gritó de alegría. Era la tercera mujer estadounidense en la historia en ganar una medalla olímpica en la prueba del maratón.

En un mundo que premia el ímpetu y la dureza constantes, la historia de superación de Seidel fue un ejemplo del valor de la paciencia y el autocuidado. A pesar de la idea convencional de que la carrera de un atleta profesional debe ser una trayectoria ascendente ininterrumpida hacia el máximo rendimiento, Seidel se alejó para dar prioridad a su salud, se recuperó y volvió más fuerte.

Muchos de los momentos más prominentes de la historia de los Juegos Olímpicos son ejemplos simplificados de atletas que superan el dolor, las lesiones y el agotamiento mental para competir. ¿Quién puede olvidarse de Kerri Strug, la gimnasta estadounidense que compitió en la prueba de salto de caballo en 1996 con un tobillo lesionado y luego fue llevada en brazos a recibir su medalla? Pero la narrativa perdurable de los más recientes Juegos Olímpicos es la de los atletas que prefirieron cuidar de su salud en lugar de sacrificarla para competir.

 

La gimnasta Simone Biles fue el ejemplo más sobresaliente, cuando renunció a competir después de experimentar un caso grave de “twisties”, el bloqueo mental que desorienta a los gimnastas mientras están en el aire. En cambio, los mejores atletas en las competencias mundiales de este año hablaron de manera pública sobre retirarse para recuperarse.

El jugador de críquet británico Ben Stokes anunció hace poco que se tomaría un “descanso indefinido” para dar prioridad a su salud mental; la estrella del tenis Naomi Osaka abandonó el Abierto de Francia en medio de una controversia por su decisión de no participar en conferencias de prensa estresantes; y el nadador británico Adam Peaty celebró haber ganado dos medallas de oro y una de plata en Tokio con el anuncio de que se ausentaría un mes para cuidar de su salud.

El desempeño de Seidel en las Olimpiadas reivindica esta estrategia: darte tiempo para sanar y descansar no solo es un acto de compasión para con tu salud, sino que también puede ser la estrategia más inteligente para el éxito. “Hay una idea muy arraigada de esta mentalidad inflexible según la cual puedes hacer cualquier cosa que te propongas”, me dijo. “Pero no. Valoro que ahora entendemos que hay más matices al ver que la salud mental es la salud física. Están directamente correlacionadas”.

Se trata de una poderosa lección sobre cómo manejar los tropiezos naturales de la vida, cuyas reverberaciones se extienden más allá de la arena atlética. A menudo, los estadounidenses satanizan el acto de renunciar y valoran el “temple”, una cualidad mítica que una avalancha de libros instó a los padres a inculcar a los niños en la última década.

Sin embargo, ¿de qué nos ha servido el temple en medio de una pandemia, mientras los estadounidenses se exigen demasiado hasta el punto de renunciar a sus empleos? Estamos siento testigos del sentimiento de agotamiento y fracaso rotundo, que el psicólogo organizacional Adam Grant denominó “languidecer”. Los atletas olímpicos, como los canarios para el resto de nosotros en nuestras minas de carbón profesionales, nos alertan sobre los problemas de una sociedad que le da una importancia exacerbada a la meta.

El entrenador de Seidel, Jon Green, dice que a ella le va mejor en las competencias cuando no se le lleva a los extremos en los entrenamientos. “¿Qué si Molly tiene temple? Por supuesto que sí”, me dijo Green. “Pero en última instancia enfrentamos todo con equilibrio. Nos aseguramos de cuidar de Molly como persona y no solo como corredora”.

Dado que crecí inmersa en la cultura estadounidense de ganar a toda costa, el equilibrio y el descanso son cosas que rara vez me he permitido. A los 14 años, cuando corría en la secundaria, llené los muros de mi habitación de carteles publicitarios de tenis en los que aparecían animales que se persiguen por la sabana, y me decía a mí misma que, incluso si no fuera el león, no sería la gacela más lenta. Como dice el eslogan, aprendí a “just do it” y a nunca renunciar.

Hace poco recordé una carrera en la que participé cuando estaba en la universidad. Desarrollé un síndrome que me inflamaba las espinillas, pero una noche me presenté a una carrera de atletismo con mi equipo de todos modos. Ya estaba en el último lugar cuando lo único que sentía en las piernas era ardor. Mantuve la vista al frente y me dije a mí misma: “Diez metros más, tú puedes”, una y otra vez. Me caí en la meta y, cuando me levanté, tenía sangre en las manos y las rodillas ahí donde antes había piel. Ante los reflectores, le dije a todo el mundo que estaba bien y luego fui a lavarme sola.

Apenas el año pasado se me ocurrió, cuando me tomé una larga pausa de las carreras, que este momento de dureza y perseverancia, grabado en mi mente como un punto de orgullo, no logró nada. Me pasé años haciendo cosas así. ¿Por qué tenía tanto miedo de parar?

Seidel ya lo ve de otra manera, me dijo: “No creo que abandonar las competencias deba verse como que una se da por vencida. Creo que debería verse a veces como: ‘Me estoy tomando el tiempo necesario para recuperarme’”.

Estas Olimpiadas extraordinarias estuvieron plagadas de desviaciones de los mitos relacionados con el éxito: en lugar de hacer un salto más para el desempate, los atletas del salto de altura de Italia y Catar optaron por compartir el oro, luego se abrazaron para celebrar la amistad. Biles se convirtió en un nuevo tipo de heroína por negarse a poner en riesgo su seguridad y además animó a todo pulmón a sus compañeras de equipo y posó radiante con sus medallas de plata y bronce. La velocista Allyson Felix dio una muestra de cómo otro camino no lineal puede conducir al éxito: tuvo un bebé hace dos años, cambió de patrocinadores, creó su propia marca de calzado y tuvo la valentía de mostrar la cicatriz de su cesárea en uno de sus comerciales, para luego regresar y ganarse la medalla de bronce y oro en sus quintos Juegos Olímpicos, en los que se convirtió en la atleta estadounidense más condecorada en la historia del atletismo.

Me alegra que esta generación esté aprendiendo de atletas como estas. No fue sino hasta después de cumplir 30 años, que volví a correr. Acabé por darme cuenta de que mi cuerpo no era algo a lo que había que someter. Dejé de forzarlo. No fue sino hasta entonces que conseguí ser más rápida de lo que esperaba.

*Lindsay Crouse es columnista y productora de la sección de Opinión de The New York Times. Produjo la serie de videos de Opinión del Times “Equal Play”, nominada al Emmy, que motivó una amplia reforma en el deporte femenino.