Opinión: Todos respirarán este aire contaminado algún día

Margaret Renkl, The New York Times

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El mes pasado ocurrió algo maravilloso en Memphis: los organizadores comunitarios de la ciudad lograron impedir que un oleoducto de crudo pasara por debajo del histórico barrio de Boxtown, así como de otras comunidades con predominancia negra a lo largo de su ruta proyectada de 72 kilómetros.

El oleoducto Byhalia Connection iba a ser una empresa conjunta de Plains All American Pipeline y Valero Energy. Como lo informó The Commercial Appeal en Memphis en marzo, Plains All America ya estaba plagada de problemas medioambientales, incluyendo un importante derrame de petróleo en la costa de California en 2015. Mientras tanto, más cerca de Memphis, en 2020, se produjo una fuga de crudo y benceno —un conocido carcinógeno— cerca del lugar donde el oleoducto propuesto iba a unirse a un sitio de almacenamiento existente.

A pesar de los terribles antecedentes de seguridad de esas empresas, el oleoducto propuesto, que fue anunciado por primera vez en diciembre de 2019, se habría colocado justo debajo de un frágil acuífero de arena que suministra gran parte del agua potable del condado de Shelby, Tennessee, donde se ubica Memphis.

Por si eso fuera poco, los representantes del oleoducto emplearon tácticas intimidatorias contra los vecinos inconformes de Boxtown, fundada por antiguos esclavos poco después de la Proclamación de Emancipación. Cuando los residentes se negaron a vender las tierras de su familia por la mísera suma que les ofrecieron, las empresas interpusieron una demanda para obtener los derechos de la propiedad bajo dominio eminente, como lo informaron los sitios de periodismo sin fines de lucro MLK50 y Southerly. Los representantes del oleoducto incluso les dijeron a los residentes que estaban optando por “el punto de menor resistencia” para ubicar el oleoducto.

El hecho de que no tuvieran éxito es un testimonio del poder de la organización comunitaria. Dirigida por el grupo comunitario Memphis Community Against the Pipeline y respaldada por las organizaciones sin fines de lucro Protect Our Aquifer y la filial de Tennessee del Sierra Club, la iniciativa atrajo el apoyo de personalidades como el exvicepresidente Al Gore, el actor Danny Glover y el cantautor Justin Timberlake. Los esfuerzos legales contra el oleoducto fueron dirigidos por la organización Southern Environmental Law Center. Los funcionarios electos locales y estatales también intervinieron para ayudar.

La derrota del oleoducto Byhalia Connection representó una victoria extraordinaria contra un tipo de discriminación muy específico conocido como racismo medioambiental. Lo ocurrido en Memphis es solo una de entre muchas historias similares que se están viviendo en la región.

Está el hedor de las aguas residuales en un barrio históricamente negro de Louisville, Kentucky; el proyecto de un elevador de grano que convertiría una comunidad históricamente negra de Luisiana en un complejo industrial; la instalación de gas natural en Virginia que ayudaría a la extensión de un oleoducto a través de una comunidad históricamente negra en el condado de Pittsylvania; la contaminación por creosota en un barrio históricamente negro de Houston; las cenizas de carbón tóxicas trasladadas desde una comunidad predominantemente blanca de Tennessee y vertidas en una comunidad predominantemente negra de Alabama.

En todos los estados del sur de Estados Unidos, la gente de color sufre más los efectos de la contaminación que los blancos, pero es importante señalar que esa espantosa realidad no termina en la línea Mason-Dixon. Pensemos en el agua no potable de Flint, Míchigan, o en las emisiones tóxicas de las refinerías en el barrio de Grays Ferry de Filadelfia o en el nuevo gasoducto de gas natural en el norte de Brooklyn que se está construyendo justo debajo de barrios poblados de manera predominante por neoyorquinos negros y latinos. El racismo ambiental no es un veneno regional.

“Los estadounidenses de raza negra están expuestos a más contaminación de todo tipo de fuentes, incluyendo la industria, la agricultura, todo tipo de vehículos, la construcción, las fuentes residenciales e incluso las emisiones de los restaurantes”, escribieron en abril los reporteros del clima de The New York Times, Hiroko Tabuchi y Nadja Popovich, sobre un nuevo estudio publicado en la revista Science Advances.

Ese informe confirma hallazgos previos de un estudio tras otro, incluido uno de 2018 realizado por la Agencia de Protección Ambiental del gobierno de Trump. “La raza, y no la pobreza, es el factor de predicción más fuerte de la exposición a material particulado que amenaza la salud, en especial en el caso de los afroestadounidenses”, señaló Robert Bullard, profesor de planificación urbana y política ambiental, y administración de justicia en la Universidad del Sur de Texas, para Inside Climate News en respuesta al informe de 2018.

De cierto modo, tiene un sentido algo sombrío el hecho de que las personas más perjudicadas por los peligros ambientales sean las mismas que resultan más afectadas por la sociedad en su conjunto.

 

Todos respirarán este aire contaminado algún día (Foto Prensa Libre: Andrea Morales vía The New York Times)

 

“Siempre que se plantea la cuestión de dónde ubicar una instalación contaminante, hay un cálculo para esa decisión”, me dijo Chandra Taylor, abogada principal y líder de la Iniciativa de Justicia Ambiental del Southern Environmental Law Center, durante una entrevista telefónica la semana pasada. “Parte de ese cálculo implica decisiones de zonificación. Parte de ese cálculo tiene que ver con el precio del suelo. Y parte del cálculo implica el poder político de las comunidades que están cerca de esa propiedad”.

Las industrias contaminantes cuentan con que las comunidades que tienen en la mira estén desvalidas, y cuentan con que los habitantes de las comunidades poderosas no les presten atención. Para las comunidades más adineradas, la situación tiende a pasar desapercibida, al menos hasta que esté tan cerca que se convierta en una lucha adoptada pero aún ajena.

Ignorar las injusticias lejanas no es solo una indiferencia hacia el sufrimiento humano; también refleja una falta de comprensión de cómo funciona en realidad el daño medioambiental. El aire contaminado no se queda en las comunidades de bajos recursos. El agua contaminada no se queda en los barrios de habitantes negros o morenos. Como lo señala Taylor, “cualquier cosa que cause un daño devastador a la gente de color acabará afectando a todo el mundo”.

Los esfuerzos por privar de sus derechos a la gente de color han tenido lugar en el sur de Estados Unidos desde el periodo de la Reconstrucción Nacional. Durante la época de Jim Crow, la privación de derechos se produjo a través de la denegación directa del voto. En la actualidad, es más probable que se trate de barreras onerosas para votar — se exigen identificaciones con foto, pero se cierra la oficina local del Departamento de Vehículos Motorizados, se cierra las casillas de votación y se limitan las horas de votación— o de la manipulación de los distritos políticos para diluir el poder de voto de las comunidades de color.

Sin embargo, el poder político no es estático. Lo sucedido en Memphis este año es un ejemplo de cómo las personas históricamente desvalidas pueden colaborar para eliminar un patrón de racismo medioambiental que ha estado presente durante más de un siglo y medio. También es un ejemplo de por qué debería importarle al resto del mundo.

Este artículo apareció originalmente en The New York Times.

 

Margaret Renkl, colaboradora de la columna de Opinión de The New York Times, es autora de los libros Late Migrations: A Natural History of Love and Loss y el libro de próxima publicación Graceland, at Last: Notes on Hope and Heartache From the American South.

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