EDITORIAL

Un problema en movimiento

La semana de Pascua arrancó para los guatemaltecos como una de las más funestas respecto de la siniestralidad en carreteras, con la muerte de 19 personas en un accidente infame en la ruta Interamericana, en Nahualá. Una tragedia que, a pesar de su magnitud, no desató la suficiente indignación como para marcar un cambio de rumbo en la prestación de esos servicios.

Una tónica que se ha vuelto común, quizá por la recurrencia de estos hechos, que no deberían ocurrir puesto que se trata de vidas humanas que se pierden, tejidos familiares que se ven desgarrados e historias concretas truncadas por la irresponsabilidad y la temeridad; pero peor aún, pasan a ser simples estadísticas, que en la gran mayoría de casos engruesan las cifras de la impunidad.

Uno de los mayores problemas de esa siniestralidad es que nadie tiene el pleno control y, por consiguiente, la responsabilidad de poner en orden a empresarios, conductores y ayudantes, porque algunos espacios geográficos quedan en manos de policías municipales de tránsito, en otras por la Policía Nacional Civil y en algunas más simplemente no hay seguimiento alguno.

La Dirección General de Transportes tiene limitaciones para la supervisión de miles de unidades que circulan a diario en el país; sin embargo, cuentan, en la era digital, con un grueso número de potenciales aliados: los ciudadanos que pueden denunciar abusos e imprudencias a través de redes sociales.

Sin embargo, el problema no solo radica en la posibilidad de detectar transgresiones, sino en la capacidad de aplicar sanciones ejemplares. De hecho, a la fecha hay un millonario adeudo de las empresas por multas debidas a diversas infracciones, las cuales no han podido ser ejecutadas o que, en todo caso, deberían conllevar la cancelación de la licencia de operación de esas compañías.

Aquí entra, por otra parte, el factor político, puesto que a menudo hay autoridades ediles o diputados que son propietarios o están vinculados con empresas de transporte, con lo cual se tiene el riesgo de tráfico de influencias y la correspondiente impunidad, que no ha hecho sino prolongar la problemática, cuya peor consecuencia es la pérdida de vidas de pasajeros.

En el transporte colectivo de rutas largas hay muchas anomalías que nadie controla y que representan, además, una pérdida de recursos para el Estado, puesto que la tributación por parte de empresarios es cuestionable, debido a que por la misma arbitrariedad de las tarifas, prácticamente en ningún bus se entrega comprobante, y si se hace, este no es contable ni autorizado por la SAT.

El problema de los accidentes viales solo desnuda la realidad, que combina varios factores: un Estado que ejerce una supervisión deficiente, una actitud indolente por parte de los empresarios que no han colaborado para crear un registro serio de pilotos, la falta de certificación y capacitación para los conductores, complementado todo ello por la indefensión de miles de usuarios que a diario abordan buses sin la certeza total de que llegarán sanos y salvos a su destino.

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