Grandes acaba de presentar en México Las tres bodas de Manolita, tercera entrega de una serie sobre la Guerra Civil española que comenzó con Inés y la alegría y El lector de Julio Verne, y continuará con Los pacientes del doctor García, que espera publicar en el 2017 y posteriormente La madre de Frankenstein y Mariano en el Bidasoa.
“Esta —Las tres bodas de Manolita—, es la novela de la gente que va andando por la acera”, asevera al referirse a la historia de una joven de 18 años que se hace cargo de cuatro hermanos y enfrenta muchas adversidades, pero muestra una gran persistencia para defender la alegría y la felicidad.
Según la autora, la protagonista, Manolita Perales, es el símbolo de esas mujeres educadas para ser esposas, atender la casa y los hijos pero que, de repente, se quedaron solas como consecuencia de la guerra y sacaron una fuerza inconcebible para salir adelante.
“Aparte de ser una mujer alegre y positiva, Manolita es una superviviente y yo he dicho muchas veces que, de todas las categorías de personajes de la literatura universal, me gustan más los supervivientes, porque no existe una hazaña más noble y humana que sobrevivir”, remarca.
La novela de 760 páginas fue escrita entre el verano de 2010 y el de 2013. Su autora no se dio cuenta, pero en los días que puso el punto final se cumplieron 50 años de la aparición de la mítica Rayuela, del escritor argentino Julio Cortázar. “Ese ha sido el único libro de cabecera de mi vida, si llego a saber (la coincidencia) me hubiera parecido un presagio buenísimo”, asegura.
Acepta haber tenido algunas “peleas” con la obra, pero no le da importancia a eso porque para ella escribir una novela es una aventura, un proceso de riesgo y requiere de una adaptación. “Mis primeros cuatro meses de trabajo los tiré porque no estaban bien. Tal vez me pesaban demasiado las anteriores novelas y no daba con el tono, así que volví a empezar y entonces me fue más o menos”, cuenta.
No es supersticiosa
“Más que supersticiosa, soy muy prusiana. Cuando empiezo con una novela escribo todos los días, incluso en Nochebuena, Navidad y en mi cumpleaños. Lo hago siempre con el mismo paisaje en mi despacho en Madrid, un cuarto pequeño en el que jamás cambio nada para no distraerme”, revela.
Cuando está en el proceso de creación, Almudena bebe litros de té verde, rojo o moruno, y a veces fuma. Cada día, al reanudar el trabajo, relee y corrige lo escrito, pero se cuida de no imprimir hasta cerrar el último párrafo de la obra. “Hago un montón de copias de seguridad, pero no imprimo. Una novela no acabada no existe y, por lo tanto, no hay que imprimirla”, razona.
Mientras escribe suele leer novelas de otros autores y se cuida de, en ningún caso, escribir en la pantalla el título de su historia. Puede tenerlo claro, hablar de él, pero jamás lo plasma en el documento en el que también deja para el final la dedicatoria y las citas.
“Tengo supersticiones más filosóficas que físicas. Cuando termino una novela la dejo reposar un tiempo y vuelvo por ella para quitarle 100 o 150 páginas. Las borro del todo. No tengo carpetas de deshecho y así no corro el riesgo de volver a usarlas”, comenta.
Suele acostarse temprano para trabajar descansada por las mañanas y acepta ser casi neurótica con la estructura de sus obras, la cual considera como el sostén del libro. Compara una novela con una casa. Si es fea, pero bien construida, tiene remedio, porque se le puede abrir una ventana, una puerta o cambiar el color. Sin embargo, si está mal edificada, aunque sea bonita se cae.
La autora comienza sus novelas a mano en un cuaderno en el que define la estructura y, solo después de eso, usa su computadora. “Yo escribo hasta que tengo la estructura resuelta. Es ella la que me permite gobernar el flujo de información entre el lector y la novela, saber cuándo el lector sabe más que el personaje, y determina el ritmo, la velocidad y la frecuencia con la que el lector penetra en las ramas de la obra”, explica.
Pérez Galdós
En la actualidad, es una de las plumas más finas de la literatura en idioma español, pero reconoce que es una aprendiz de los narradores del siglo XIX, sobre todo de Benito Pérez Galdós, cuya obra descubrió a los 15 años.
“Mi abuelo Manolo tenía las Obras Completas de Galdós y me daba miedo cuando miraba esos tomos rojos y gordos en papel biblia. Eran unos libros viejos con un señor con barba en el lomo”, recuerda.
Un día decidió abrir un tomo por la mitad y leer lo que contuviera. Entonces se encontró con la novela Tormento, con la que comenzó una relación de amor eterno con el autor. “Yo creo que don Benito tenía un plan para mí, ahí me enganché hasta hoy”, afirma.
En cuanto a los premios ganados dice: “Solo hay un premio importante para un escritor y son los lectores. Es el único que no caduca ni se puede comprar”.