Revista D

Aquellos inolvidables juegos de antes

Las actividades infantiles han variado en cada generación, aunque el denominador común sigue siendo la imaginación.

El juego de tenta aún se juega entre muchos niños. Ilustración Prensa Libre: Kevin Ramírez.

El juego de tenta aún se juega entre muchos niños. Ilustración Prensa Libre: Kevin Ramírez.

Recuerdo aquellos recreos en los que jugaba futbol e imaginaba ser Maradona, driblando a mis compañeros hasta enfrentarme al portero, un menudo chiquillo que elegía ser Walter Zenga, una gloria del futbol italiano.
En esos años (década de 1980), antes de empezar el partido, discutíamos entre todos por el derecho a ser uno de esos jugadores. Han pasado unos 30 años y los niños de hoy luchan de forma amistosa por llevar el nombre de Messi, Cristiano o Pogba.
Esos recesos siguen siendo una gloria para los chicos, ya que  sacan su energía  corriendo y gritando, y se sumergen en su infinita imaginación.
“El juego es vital porque prepara, ejercita y entrena a los niños para las exigencias de la vida adulta; además, satisface su necesidad de expresarse y de actuar sobre las cosas que lo rodean”, se consigna en el estudio Juegos infantiles populares de la comunidad indígena de Jacaltenango, Huehuetenango, citando a Ana Consuelo Vivar.
Para el psicólogo Raúl Hernández, “los juegos infantiles están vinculados con la creatividad, el aprendizaje del lenguaje, la solución de problemas y el desarrollo de los papeles sociales, y permite que se conozcan a sí mismos y a su entorno”.

Juegos de antaño

El Observatorio de Juego Infantil de España indica que los niños prefieren aquellas actividades que requieren movimiento.
Esto es evidente en los patios de recreo guatemaltecos. Antes, así como hoy, jugábamos escondite, arrancacebolla, tenta —que en Chiquimula se conoce como “shuca”—, electric o policías y ladrones.
Antes de empezar se practicaba un riguroso ritual que consistía en hacer un círculo con los compañeritos y dar un paso al frente a manera de que las puntas de los zapatos se toparan con las demás. Luego, todos se agachaban y alguien recitaba el “zapatito cochinito, dime quién cambia de piecito”, tocándole los pies a cada uno a medida que avanzaba en la frase.
Con ese sistema se elegía “al que la llevaba”; es decir, al que debía buscar a sus amigos —en caso de que se estuviera jugando escondite—, o quien debía fingir ser policía y arrestar a los otros participantes. Una opción más era recitar el también clásico “tin marín de do pingüé…”, que tiene una versión alterna: “tin marín de dos quién fue”.
En otro lugar, un poco más tranquilo, estaban algunas niñas que se sentaban una frente a la otra para hacer juegos de manos, lo cual requería concentración, rapidez y coordinación. “Soy Caperucita Roja, una niña muy celosa, usa pantalón, medias y calzón, y una bacinica para hacer turrón”. Al decir “turrón”, una niña le pegaba a la otra en la pancita.
Más complicado todavía era cuando participaban tres o más chiquillas: “Don Camarón tintero, a la teo, teo, teo, maximilinacao, maximilinacao / teo, teo, chin, chin, chin, / teo, teo, chin, chin, chin, / a la one, a la two, a la one, two, three”.
Cuando recién habíamos ingresado al colegio, con tres o cuatro años, cantábamos Pimpón, esa melodía que hoy sigue vigente: “Pimpón es un muñeco muy guapo, de cartón, se lava la carita con agua y con jabón…”, para luego, al final, agarrarse de las manos y decir “Pimpón dame la mano con un fuerte apretón, que quiero ser tu amigo, Pimpón, Pimpón, Pimpón, ¡Pim-pón!”.
Entre los cancioneros también está esa de “un elefante se columpiaba sobre la tela de una araña”, la cual llegaba a ser interminable pero, por alguna razón, divertida.
Otra es esa que pretendía descubrir quién había robado pan de la casa de San Juan. Hasta hoy, no se sabe quién fue.
Una más era esa que se sigue cantando en los buses escolares, cuando se va a alguna excursión: “¡Chofer, chofer, más velocidad, métale la pata y verá cómo se va!”.
Si al leer las  líneas anteriores llevó el ritmo en la mente, considérese afortunado por tener bonitas recuerdos de infancia.
A esas edades, los trocitos y la plasticina eran grandes entretenimientos. Además, nos ayudaron a desarrollar la motricidad fina.
Asimismo, nos encantaba calzarnos con unas botas de hule y taparnos con una capa, salir a la calle y saltar sobre los charcos.
En los centros educativos era divertido jugar al avioncito —rayuela en algunas partes de América—, pero con tejos de cáscara de plátano bien apachada, porque la de banano no servía.

También hacíamos carreras de encostalados y jugábamos a la gallina ciega o a ponerle la cola al burro. En la lista también se incluye el resbaladero o el columpio; de este último,  a veces, casi salíamos “disparados” a gran altura.
En las colonias y en los barrios, así como en los recesos de la escuela, nos arrastrábamos en el piso para jugar cincos o canicas, temiéndoles siempre a las enormes chimbombonas, chimbombolas o chimbombas —cada quien le decía diferente—.
Los trompos de madera eran impresionantes, pues resistían cientos de embates pese a la poderosa punta de acero. La perinola —prima hermana del trompo—, el capirucho y el yoyo también eran famosos. Menos populares, aunque divertidos, eran los frisbees.
Asimismo, cada quien fabricaba su futillo de mesa, con clavos, y se organizaban cuadrangulares hasta llegar a la final.
A veces, los varones jugábamos a las luchitas, lo cual hacíamos a escondidas de nuestros padres y maestros porque, por supuesto, era frecuente que termináramos llorando por lo golpes, tal como sucedía con las moloteras.
También éramos crueles, ya que, por mayo, agarrábamos varios zompopos para ponerlos a pelear.
Las niñas, en cambio, era frecuente que se decantaran por las muñecas, los juegos de la comidita, los yax, el hula hula  o por saltar la cuerda o la liga.
Niños y niñas mostrábamos nuestro ingenio, pues nos comunicábamos con una tecnología “de avanzada”: un teléfono con hilo. Consistía en colocar un vaso plástico en cada extremo de una cuerda fina; uno era el micrófono y el otro el auricular.
En casa, con nuestros hermanos, primos y amiguitos de la escuela, nos poníamos a armar una gran ciudad para jugar a los carritos. Nos llevaba hasta dos o tres horas en hacer las carreteras y señalar dónde estaban nuestras casas y trabajos, así como los restaurantes o gasolineras. Eso —la construcción— era el verdadero juego, porque a la hora de transitar con los carros, nos aburríamos pronto. Luego salíamos a dar extensos paseos en bicicleta.
Entre los juegos extremos estaban esos de ir a barranquear o bien enrollarnos dentro de una llanta de carro mientras alguien más nos daba vueltas; desplazarnos sobre carretas de cojinetes o resbalarnos en hojas de corozo.
Mucho antes de los ochentas se coleccionaban carteritas de fósforos que valían 100, 500 y mil quetzales imaginarios, según el color y tamaño del cartón. “Te doy doce de a cien por una de a mil”, decía uno y creía hacerse rico. Dentro del pantalón, uno andaba con el manojo de carteritas.
A comienzos de la década de 1990 aparecieron los tazos, unos objetos plásticos redondos que parecían fichas y que venían en las bolsitas de las frituras.
Quien acumulaba muchos era visto como “millonario” y hasta era admirado por su habilidad para ganárselos a los demás.
Como usted se habrá dado cuenta, estábamos bastante tiempo en el piso, por eso nuestros papás nos ponían rodilleras en los pantalones.

En el campo

Los anteriores continúan siendo juegos frecuentes en las zonas urbanas, pero en las áreas rurales —sobre todo en los pueblos más alejados— hay otros bastante diferentes. Sin embargo, el denominador común es la imaginación.
En esos lugares persiste la pobreza, por lo que no todos tienen acceso a la educación y mucho menos tienen juguetes. Ahí se juega con lo que haya disponible. “Los carretes de hilo se usan como ruedas de carretas, las cápsulas como soldados, los trozos de loza como dinero para comprar en las tiendas en que las mercaderías son pedruscos, semillas o arena”, refiere el estudio Juegos infantiles de Guatemala, escrito por Edelberto Torres y publicado por el Centro de Estudios Folklóricos de la Universidad de San Carlos (Cefol).
También se juega a los toros, donde uno de los jugadores la hace de toro y los demás de toreros, lo cual, según Torres, es muy observado entre los niños indígenas. “Imitan la mojiganga que los aborígenes acostumbran celebrar durante la fiesta titular de su pueblo”.
Asimismo, se hacen rodar los aros de bicicletas o las orillas de los toneles. Para esto se necesita un palo de madera o una varilla.
“Todos los juegos obedecen a la influencia del medio”, escribe Ofelia Columba Deleón en el documento Los juegos infantiles populares de una comunidad indígena: San Juan Sacatepéquez, Guatemala, también editada por el Cefol.

Las épocas

De niños habremos pensado que nuestros padres jugaban con brontosaurios o que nuestros abuelos coleccionaban huevos de pterodáctilos y que se pegaban con macanas.
Los chicos de hoy pensarán eso mismo de nosotros. Quizás no así de exagerado, pero no creerán que crecimos sin celulares y sin buscar pokemones. Asimismo, les impresionará saber que mirábamos caricaturas en una televisión que parecía cajón y que a veces ni siquiera tenía control remoto.
Los tiempos, por supuesto, han cambiado. En cualquier caso, los adultos somos responsables de que los chiquillos se diviertan sanamente porque, como bien dice Hernández, “el juego es indispensable para una infancia feliz y es una importante herramienta para la socialización”.

“Quiero ser famoso”

Según un estudio del Instituto Tecnológico de Producto Infantil y Ocio, con sede en Alicante, España, los niños de hoy han cambiado sus gustos y aspiraciones respecto con los de 1990.
Las conclusiones muestran que ahora tienen menos tiempo para el ocio y están sobrecargados de tareas y de actividades extracurriculares.
“Creo que mi generación era más libre, porque jugábamos bastante en las calles de la colonia”, comenta Daniel Carranza, de 35 años, y que ahora tiene una hija de 6 a la que lleva a cursos de natación, inglés y piano después del colegio.
Esta investigación, como muchas otras, advierten sobre el estrés infantil y la falta de tiempo para jugar, lo cual tiene importantes consecuencias en su formación.
Otro factor a resaltar es que ahora, cuando juegan, ya no lo hacen en los parques o en la calle, sino en casa y muchas veces, solos. En esto, al menos en Guatemala, influye la inseguridad.
Los infantes, además, han dejado de manipular juguetes y se han aferrado a los dispositivos electrónicos. Es cierto que estos potencian sus habilidades motoras y rapidez mental, pero no deja de ser un juego solitario que apenas contribuye a la maduración de la personalidad.
En cambio, si jugaran con otros compañeros, se enfrentarían a escenarios reales y tendrían que resolver una infinidad de situaciones, algunas difíciles como una disputa, o bien gratificantes, como hacer un nuevo amigo.
De acuerdo con el estudio, los niños de hoy, al menos los que viven en las áreas urbanas, han dejado de ilusionarse con ser maestros, bomberos o astronautas. Ahora quieren ser ricos y famosos, pues sus modelos son deportistas, cantantes y estrellas que aparecen en los medios de comunicación.

Otras fuentes: Centro de Estudios Folklóricos de la Universidad de San Carlos: Juegos populares de la región oriental de Guatemala, de Claudia Dary Fuentes. / Juegos infantiles populares de la comunidad indígena de Jacaltenango, Huehuetenango, de Ofelia Deleón e Ignacio Mateo Cota. / Hemeroteca PL / Diario El País.

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