Por Flor de Mayo González
La fuerza, la inteligencia y la velocidad de tres peculiares héroes que se embarcan en una travesía hacia el mundo de los humanos.
Esta es la historia de una ciudad, en donde vivían todos los conejos de Pascua. Desde que la señora mañana desplegaba sus faldas sobre la colina, los conejos empezaban a pintar los huevitos de colores, pero había un huevo más importante que todos: era un huevo de oro.
El conejo mayor tronó su enorme bastón hecho de raíces y ordenó:
—Ese huevo dorado forma parte del tesoro que los Reyes Magos deben llevarle al Niño Dios.
—¿Un Niño Dios?, ¿en dónde? (preguntaron todos).
El conejo mayor respondió gravemente: nacerá en la tierra de los hombres.
—Qué miedo (dijeron todos al mismo tiempo), los hombres nos cazan, nos acompañan con verduritas y luego nos comen (los conejos temblaron asustados).
—Y qué haremos para entregarle el huevo de oro al Rey Mago? (preguntó Tragalibros, el único conejo que usaba lentes, a pesar de que comía mucha zanahoria; leía tanto, que su cueva estaba tapizada de libros).
—Necesitaremos a tres valientes conejos que se animen a viajar a la tierra de los hombres y depositen en el cofre del mago el huevo de oro.
Cargabultos era un conejo fortachón, que hacía pesas y como nadie levantaba la pata, dijo:
—Pongo mi fuerza a la disposición del Niño Dios.
Y todos le aplaudieron.
—Necesitamos más héroes, indicó el conejo mayor.
Tragalibros expuso solemnemente:
—Pongo mi inteligencia a la disposición del Niño Dios.
Y todos le aplaudieron.
El conejo más veloz era Patasligeras, era también el más miedoso y el más precavido de toda la conejera, así que solo oyó hablar de la tierra de los hombres y salió volado a esconderse lo más lejos que pudo, y cuando se sintió a salvo, su conciencia le hizo la siguiente pregunta: ¿Quién crees, conejo atolondrado, que te dio ese par de patas veloces? El conejo regresó avergonzado y dijo:
—Pongo mi velocidad al servicio de quien me la dio, pongo mi velocidad a la disposición del Niño Dios. El conejo mayor dijo en voz alta:
—Partan, la aventura les espera…
Cargabultos llevaba en su bolsón el huevo de oro; a decir verdad, también arrastraba las mochilas de sus compañeros, llenas a más no poder de zanahorias y siguiendo el camino se perdieron de vista
Ochenta y cuatro lunas caminaron los conejos bajo el desierto, fueron perseguidos por lagartos, perros y dragones, y siempre lograron huir, hasta que Tragalibros y Patasligeras se desmayaron de cansancio, así que Cargabultos los cargó uno en cada hombro hasta llegar a la ciudad de Belén
En las afueras de la ciudad, el campamento de los Reyes Magos tenía las fogatas encendidas para preparar la comida, y sus integrantes al ver a los tres conejos que se aproximaron pensaron en conejos asados, pero Tragalibros conocía el pensamiento de los hombres y les advirtió:
— Tenemos el mal del sinsirinai, si nos comen se les retorcerán las tripas durante todos los días de su vida y les saldrán pelos conejunos por doquier. Los hombres del campamento se retiraron asustados y les llevaron con el jefe de la guardia, quien escuchó su historia y les comentó:
—Es triste que hayan viajado hasta acá, sufriendo tanto males, pero los tres reyes están a punto de llegar a la cueva donde nació el Niño Dios.
Los conejos agacharon las orejas en señal de derrota, pero Patasligeras amarró el huevo de oro con sus orejas y corrió de la manera más veloz que había corrido en su vida, justo a tiempo para depositar el huevo de Pascua en el cofre de oro de los Reyes Magos, enfrente del Niño Jesús.
El Niño sonrió divertido de verlo, y eso hizo doblemente feliz al conejo Patasligeras.
Cumplida la misión los conejos volvieron a su patria, en donde fueron respetados por el resto de sus vidas.
Un joyero ruso de apellido Fabergé se enteró de esta historia antes que yo, y se dedicó a fabricar los huevos de oro más hermosos para conmemorar la épica historia de los conejos, pero ninguno sería tan hermoso como aquel famoso huevo de Pascua que fue ofrecido al Niño Dios en Navidad.
—-
Mirar en Navidad
Por Gerardo Guinea Diez
La magia de dominar el extraño ejercicio de observar, de encontrarse a través del silencio, de ser a través del recuerdo, de mirar hasta quedar ciego.
Ya sin luz y con una claridad reunida en las penumbras que se muestran en las esquinas, atravieso la ciudad, llena de luces y niños con fuegos pirotécnicos. Mi cuerpo recupera su ritmo natural después de ese largo trayecto. Sueño una vez más con un cuadro de Veermer y poseer ese don para retratar esa fugacidad que no es más que un trozo de eternidad. Sobre las calles, el crepúsculo sigue anunciando a la noche. Apago la radio, las noticias de siempre, cambio y escucho música. Continúo haciendo lo que siempre hago mientras transito por calles y avenidas: pensar en ella como una idea fija, una coma, un paréntesis de la realidad. Minutos después, suena el teléfono, es ella, reclama mi retraso, se oye tranquila. Quiero bajarme del carro y brincar de la alegría como lo hacen unos niños después de correr detrás de unas estrellitas. Por supuesto, no hago ninguna de las dos cosas.
Es Noche Vieja, ella me espera en el sofá. Lee Cuentos de Navidad, de Charles Dickens, y siento como si me impusiera la obligación de viajar a los confines del mundo. Está feliz, su figura es una continuidad del sueño. Se levanta y me besa. La abrazo, me quito el saco. Voy a la cocina, preparo la cena. Le muestro la botella de vino que adquirí en el supermercado. Mientras cocino, ella lo destapa y me lleva una copa. Brindamos porque somos dos soledades encontrándose. Hay algo que no sé describir: el modo cómo pone sus ojos en mí. Nadie antes lo había hecho así. En la calle hay más silencios de los que imaginé. Charlamos hasta media noche, luego cenamos y comemos uvas. No llegamos a nada, aunque pensándolo, sí: nos asomamos a otra cosa que en última instancia es la única cosa que cuenta en esta historia: el silencio como subtexto que se mueve entre cuatro ojos, entre lejanías de pocas cuadras.
El silencio es un pájaro, una nube, un fin de semana, un 24 de diciembre cargado de lentitud. Es el enigma a descifrar, el que nos dará, conforme el gozo haga su labor, el tamaño de un corazón que se va haciendo grande, horadado por las gotas de sus axiomas. Y de ahí, de lunes en lunes, de jueves en jueves, el silencio será una sombra de nuestra sombra y comprenderemos el tamaño de lo ganado. Entonces, también serán los martes, los miércoles, los viernes, los sábados, los desolados domingos hasta que el amor sea aire en cualquier avenida de la ciudad y nos veamos en un espejo y solo encontremos reflejadas preguntas y el esqueleto de nuestra mirada, florezca porque estarán esos ojos que nos enseñaron el extraño ejercicio de mirar. Y seremos siluetas en las avenidas para recordarnos de algo: un beso, una mirada, una fecha, una Navidad con vino tinto y tantos sueños por delante en la ciudad de la furia. A la sazón, con el costal de días sin dolor, abriremos esa noche “la cajita de los sueños”, los regalos, escucharemos música y la afonía será después de los abrazos enfrente del árbol decorado como si esperáramos una epifanía.
Mañana iremos al mar. Allí nos miraremos hasta quedarnos ciegos. Quizá no encontremos la piedra filosofal, pero sí algo más hondo: nosotros mismos siendo. Cuando crucemos la calle sentiremos que finaliza un día intacto, sin sombras… detrás de nosotros, la luz del mirar, pozo de sol para dos seres que barren sus sombras tras el umbral de una paz con perro y un árbol sin nombre… Cuando regresemos, será para contar el resto de los días, la historia de ese mirar en un día de Navidad y el tiempo de vivir nos marque el alto en ese andar cuando el emperrado corazón deje de “amorar” y latir —como reza un verso de Juan Gelman— y solo quede una huella en unas cuantas páginas que muchos recordarán muchos años después.
—–
El Satán de los perros
Por Byron Quiñónez
Entre bolsas negras y cadáveres, un personaje sórdido encuentra la calidez que aflora en los seres humanos durante la Navidad.
El detective Rosanegra miró hacia arriba y sus ojos bebieron con ansia el torrente de oscuridad y constelaciones, brillo y negrura, galaxias y mundos que poblaban el cielo nocturno. Lo que fuera con tal de olvidar unos segundos el cadáver medio comido a sus pies y el intermitente resplandor de las luces navideñas que lo iluminaban.
Otro cuerpo hecho pedazos a mordidas, un nuevo expediente que pasaría a formar parte de las torres de papel manila que formaban ciudades imaginarias en su escritorio. Y todo por esa nueva droga conocida como lup 66.
Mejor ver hacia arriba y evitarse la náusea de un muerto más del montón, hacerlo desaparecer con un vistazo a las nubes que atravesaban la noche y dejar que su mente se fuera al carajo.
Tras años de hartazgo, Rosanegra era un maestro del escape mental y se las arreglaba para sobrevivir a base de cielos nocturnos y atardeceres de noviembre.
“Ni para Navidad lo dejan en paz a uno”, murmuró al sentir la vibración del teléfono en su bolsillo. “¿Si?”, preguntó cortante. El agente Méndez le informó que en el hotel Margarita habían encontrado un cadáver destazado en bolsas negras y preguntó qué hacer con los demás inquilinos.
“¿Y por qué me preguntan a mí?”, dijo enojado. Estoy hasta el queso de trabajo, llamen a Washington Chicas.” Colgó y se quedó viendo cómo el agente Monterroso esposaba al que atendía la tienda-punto y le decía “hoy vas a tomar ponche en el bote…”
“Yo no fui, ya les dije. Fue el Satán Claus de los perros”, insistió el tendero.
“Pajas…”, replicó el agente.
“Deveras, el viejo ese daba miedo, con su gorrito de Santa y un costal de carne cruda al hombro…”
“Mucho sixty six, vos. Contáselo al juez, yo no estoy para oír babosadas.”
Rosanegra vio que ya eran casi las ocho, dio instrucciones a Monterroso, pasó junto a los reporteros de nota roja y se fue caminando a la pensión de universitarios en que vivía desde algunos meses, a tres cuadras de aquella escena de carnicería.
Sin ganas de socializar y dispuesto a dormirse temprano, se escabulló hacia su cuarto y cerró con llave. “Qué Navidad ni qué nada”, pensó mientras desenfundaba su arma y la escondía bajo la almohada porque nunca se sabe a qué horas habrá que usarla.
No tenía familia ni pareja, pero si quisiera podría llamar al comisario Mendoza, que siempre lo invitaba para esas fechas, o ir donde Monterroso y amanecer fumando marihuana y escuchando a Black Sabbath en los altos del Pasaje Rubio, pero hacía mucho frío y no estaba de humor para salir a la calle.
Horas después, la dueña de la casa tocó a su puerta y lo invitó a comer algo.
“Así estoy bien, doña Lucy, gracias…”
“Es Navidad, hombre, no sea plomoso. Para qué va a estar ahí solito como si nadie lo quisiera”, insistió la señora.
“Bueno, ahorita bajo, gracias.”
Angélica, la hija de la dueña, estaba en el comedor y tenía puesto un gorrito navideño que le recordó a las bailarinas del Trébol Show.
“Te vimos en la tele”, comentó ella mientras los cuetes sonaban en la calle.
“El joven que se llevaron parece buena gente, no creo que haya sido él”, agregó doña Lucy mientras le servía un tamal negro.
“No crea, los más locos son los más educados. Cuando uno se los lleva la gente cree que es un error o un montaje para usarlos como chivo expiatorio”, comentó Rosanegra sorbiendo su chocolate con marshmallows.
El escándalo de cuetes y canchinflines aumentó de intensidad y los gatos de la casa corrieron a refugiarse bajo la mesa. En el reloj faltaban cinco minutos para las doce pero no importaba. Rosanegra se levantó y las abrazó una por una.
Doña Lucy dijo que estaba muy cansada y que solo había esperado las doce para irse a dormir. El detective se valió del mismo pretexto y Angélica dijo que se iba a quedar viendo películas navideñas mientras le daba sueño.
Rosanegra se metió bajo las cobijas heladas y apagó la luz, pero a los cinco minutos Angélica empujó la puerta y susurró “te vengo a dar tu abrazo”.
—–
Como una reina
Ligia García García
Elisa y Humberto son los protagonistas de esta historia contemporánea. Ellos son el reflejo de la vida que muchas parejas tienen y que la mayoría de personas ignora.
Aunque era de noche, las luces iluminaban las calles con la intensidad del mediodía, la gente caminaba con un júbilo nostálgico y así se perdía entre la muchedumbre que transpiraba ansiedad por terminar las compras antes del 24.
En la calle principal se encontraba la Joyería del Centro Histórico, que ofrecía a sus clientes joyas de diseñadores de gran renombre y tradición.
—¡Esta vez debes elegir uno muy especial!, dijo Humberto a su esposa Elisa.
Ella, complacida, lo vio con gratitud y asintió.
—Elige el que más te guste. Busca un juego completo de esos que traen aretes, pulsera y todo lo demás.
—No tiene que ser uno muy caro, Humberto.
—¡Debe ser uno muy caro, Elisa! Es el juego que te mereces esta vez porque, además de todo, pronto será Nochebuena.
Con ilusión, aunque con timidez, los ojos de Elisa se movían como se mueven esas luces intermitentes de la época navideña. Miraba para todos lados, sus ojos saltaban de vitrina en vitrina mientras la encargada de la joyería le comentaba sin pausa y con insistencia las características, virtudes y precios de cada joya o de cada juego.
—Este es un bello juego de esmeraldas; se dice que ayuda a desarrollar la paciencia y la esperanza. Si lo quiere para un aniversario, dígame cuántos años cumplen y le digo la piedra que le corresponde. Estos son zafiros, las piedras de la paz y la felicidad. Los de aquí son diamantes, distinguidos por su brillo y dureza.
Sin tomar aire siquiera, la vendedora continuó. El rubí, para fomentar el amor. Las clásicas perlas, siempre presentes en las uniones felices. ¿Cuál es del gusto de la señora? Estos son los diseños que recién entraron, justo los de temporada. A la izquierda encontrará los de diseñadores italianos y los de abajo han sido inspirados en diseños antiguos. Al lado derecho, puede ver los últimos modelos de Cartier, Bvlgari y Boucheron, en ese mismo orden. ¿Qué número de anillo usa? ¡Pruébese este! ¡Mire qué lindo se le mira, le luce con el tono de su piel…!
Elisa se sentía como perdida entre aquel escenario lleno de bullicio y tanto fulgor.
Se vio las manos, y pudo ver en ellas los anillos más finos y bellos. Se tocó como inconscientemente los aretes que llevaba puestos, y de inmediato los pudo reconocer. Con la punta de sus dedos recorrió el collar que llevaba puesto y, sin necesidad de verlo, supo cuál era la historia del mismo.
—¡El que tú quieras, amor mío! ¡El que más te guste!, dijo con insistencia Humberto a Elisa.
Antes de que él terminara de hablar y aún perdida en los recuerdos, los ojos de Elisa empezaron a brillar y, en sus lágrimas, se reflejaban todas las luces del entorno.
Volvió a tocarse las joyas que llevaba puestas y, automáticamente, los recuerdos empezaron a surgir… Los aretes, recuerdo de la primera bofetada; el anillo de zafiros y diamantes, símbolo de reconciliación de la golpiza de cumpleaños porque los invitados se marcharon ya muy tarde; la pulserita de perlas, el perdón de un par de patadas que recibió el día de la boda de su hermana debido a un ataque de celos porque convivió de más con su familia.
Elisa siguió leyendo la historia de su vida y de sus golpes conforme iba recordando cada joya.
Ahora, Humberto le ofrecía una más especial porque estaban a dos días de celebrar la Navidad, y también porque la última vez se le había pasado la mano y la lastimó hasta que la hizo perder el conocimiento. Por los insultos nunca le dio joyas ni le pidió perdón, quizás esas heridas aún no se han sanado.
Aunque todas las joyas de Elisa tienen una historia que contar, ella no las ha dejado hablar. Sus amigas aún la envidian, sienten que Humberto de verdad la trata como a una reina. Quizá pronto también morirá, entre joyas, como una reina.
—–
La Navidad de Ricardo
Por Vicente Antonio Vásquez Bonilla
El folclor y las penas de un muchacho son parte de la trama de este cuento, lleno de guatemaltequismos y situaciones que solo en este país
pueden acontecer.
Ricardito recorría las calles de Antigua Guatemala, cabizbajo, con la tristeza reflejada en su rostro. La persona que le daba números de la lotería para que él los vendiera y se ganara un cinco por ciento del producto de la venta se había retirado del negocio y para acabarla de amolar, su madre, que para ganarse el sustento lavaba ajeno, se encontraba sufriendo de fiebre reumática y casi no podía trabajar.
La Navidad se acercaba y él, sin un centavo.
¿Qué podía hacer? Vendiendo números de la lotería, algo ganaba, no era mucho ni un trabajo fácil. No le importaba recorrer los innumerables puestos del mercado pregonando su esperanzador producto o caminar a lo largo y ancho de las calles de la ciudad o transitar por el camino que comunica a los poblados de San Pedro Las Huertas, San Miguelito, Ciudad Vieja y vuelta a la Antigua; y en algunos casos, llegar hasta San Antonio Aguas Calientes y Santa Catarina Barahona. Otras veces se aventuraba por los lares de San Felipe, Jocotenango y Pastores. Eran caminatas arduas y bien sudadas, pero algo ganaba.
—Vos, Richard —le dijo su amigo, Rafael, sacándolo del pozo de sus meditaciones—. Qué bueno que te encuentro. Fijate que me acaban de hablar para cargar Las Posadas y pagan cinco quetzales por noche.
—Qué bueno, vos. ¡Dichosote! Y yo deseando conseguir alguna chamba. De lo que sea, vos.
—Pues andá. Apurate. Parece ser que les falta un cargador, tal vez llegás a tiempo. ¡Pero corré!
—¿Y en dónde es?
—En la Merced, mano, pero apurate, antes de que te quiten el hueso.
Ricardo llegó a tiempo y fue contratado para cargar el anda de Las Posadas.
Cada noche, los cargadores se presentaban a sacar a los Señores del lugar en donde se encontraban y recorriendo las calles empedradas, acompañados de fieles católicos, de dos filas de patojos portando faroles, al compás de estridentes pitos y sonoras tortugas, más el devoto canto de varias mujeres, llegaban hasta la casa que ese día recibía al Santo Matrimonio. Después de los cantos del ceremonial de la solicitud de posada, la puerta era abierta y entraba la procesión.
Los dueños de la casa, bendecidos con la presencia de los Santos Peregrinos, para expresar su alegría, quemaban cohetes, entonaban cantos religiosos y oraban. Para finalizar, servían a los asistentes sabrosos tamales y ponche.
Ricardo aprovechaba para saciar el hambre, con algo extra y cuando sobraban tamales, ni lerdo ni perezoso, solicitaba algunos para llevarle a su madre.
Estando por concluir Las Posadas, su amigo Rafael, le dijo:
—Vos, Richard. Me acabo de enterar que el veinticuatro es el baile de los cabezones y pagan quince chemas por salir a recorrer las calles y bailar.
—¿Y será que conseguimos algo?, vos.
—Simón. Ya mi viejo le habló a su compadre que pertenece a la Hermandad y nos apartó dos plazas.
—Que buena onda, vos.
El día anunciado, ahí estaban los dos amigos. El baile de los cabezones era una tradición de muchos años. Salía por la tarde de la iglesia La Merced y recorría las calles de la ciudad al compás de la marimba. Además de la veintena de cabezones de varias dimensiones, el jolgorio se completaba con los gigantes, dos blancos y dos negros, varias pericas, un japonés vestido a la usanza antigua, un mico dicharachero y un avestruz que, con el movimiento de su largo cuello, iba abriendo camino y espacio para el baile que se efectuaba en varias esquinas ya preestablecidas.
Debido a las anteriores y arduas caminatas de Ricardo para vender los números de la lotería, el baile de los cabezones le pareció pan comido.
De esa manera, el joven adolescente logró reunir centavos para celebrar la Nochebuena al lado de su amada madre. La cena, que fue fruto del trabajo y el amor, incluyó tamales negros, chocolate, pan francés, cubiletes y hasta un octavito de San Lorenzo para espantar al frío. Y sin escatimar esfuerzos, le regaló a su santa madre un manto de vistosos colores, comprado en una paca. “Pero un regalo vale por lo que expresa y no por su origen”, se decía con satisfacción.
Ambos se dieron el abrazo de medianoche, se desearon feliz Navidad y vertieron algunas lágrimas de alegría, por la bondad de Dios que les permitió convivir este bello e inolvidable momento y por recrearse con la esperanza de un futuro con salud y trabajo.