Uno de los autos de fe más conocidos fue el ejecutado por el franciscano Diego de Landa, quien, el 12 de julio de 1562, castigó atrozmente a un buen número de sacerdotes mayas en Maní, Yucatán, que en ese entonces era parte de la Audiencia de Guatemala.
Fueron azotados, trasquilados y les fueron puestos sambenitos. “(Otros), de tristeza engañados del demonio, se ahorcaron y que en común todos mostraron mucho arrepentimiento y voluntad de ser buenos Christianos”, consigna el propio sacerdote en su libro Relación de las Cosas de Yucatán.
France V. Scholes y Eleanor B. Adams, en su libro Don Diego Quijada, alcalde mayor de Yucatán, 1561-1565, describen que aquellos autos de fe eran tan crueles que, tras los azotes, al nativo “lo colgaban públicamente en la ramada de la iglesia, por las muñecas y echándole mucho peso a los pies y quemándole la espalda y la barriga”. Esa es la razón por la que muchos “se arrepentían”.
De Landa también incineró una gran cantidad de códices —algunas fuentes indican que fueron al menos 27, aunque otras aseguran que fueron otras decenas más—. Junto a esos papeles mandó a destruir más de cinco mil objetos de culto que habían sido descubiertos en una cueva.
El objetivo de la incineración fue erradicar las prácticas religiosas mayas prehispánicas, representadas, sobre todo, por estatuillas, ídolos y códices, objetos que De Landa consideró “obra del demonio”.
“En la provincia de Yucatán (…) había unos libros de hojas a su modo encuadernados o plegados, en que tenían los indios sabios la distribución de sus tiempos, y conocimiento de plantas y animales, y otras cosas naturales, y sus antiguallas; cosa de grande curiosidad y diligencia. Pareciole a un doctrinero que todo aquello debía de ser hechizos y arte mágica, y porfió que se debían de quemar, y quemáronse aquellos libros, lo cual sintieron después no solo los indios, sino españoles curiosos, que deseaban saber los secretos de aquella tierra (…) Esto sucede de un celo necio, que sin saber, ni aun querer saber las cosas de los indios, a carga cerrada dice, que todas son hechicerías”, escribió el padre José de Acosta (1539-1600) en su Historia natural y moral de las Indias.
De Landa, en su Relación, también consigna lo que hizo: “Hallámosles gran número de libros de estas sus letras, y porque no tenían cosa en que no hubiese superstición y falsedades del demonio, se los quemamos todos, lo cual sentían a maravilla y les daba pena”.
Los únicos códices que se salvaron —al menos descubiertos hasta ahora— son los que se encuentran en Madrid —conocido como Tro-Cortesiano—, París —Peresiano— y Dresde, Alemania.
Alonso de Zorita, escritor y burócrata español, escribió en 1540 que vio libros prehispánicos en el altiplano de Guatemala, en los cuales “narraban su historia de más de 800 años atrás y que fueron interpretados por indígenas muy ancianos”. Fray Bartolomé de las Casas se lamentó cuando descubrió que muchos de los manuscritos mayas fueron destruidos. “Estos libros fueron vistos por nuestros clérigos, y yo aún pude ver restos quemados por los monjes aparentemente porque ellos pensaron que podrían dañar a los indígenas en materia de religión, ya que se encontraban al inicio de su conversión”, escribió en el siglo XVI.
De hecho, el acto de De Landa tuvo repercusiones inmediatas. El obispo de Yucatán, Francisco Toral, desaprobó el hecho y le informó al rey Felipe II. “En lugar de darles a conocer a Dios les ha hecho desesperar”, le escribió.
Por las diferencias que tenía con Toral y con los encomenderos —personas que por concesión tenían autoridad sobre los indígenas— fue acusado de rigor excesivo y de usurpación de autoridad en el castigo, principalmente de los neófitos. De Landa regresó a España en 1563, donde fue juzgado por los dominicos, aunque luego fue absuelto gracias a los Breves Papales, que era una legislación especial del Vaticano que autorizaba a actuar como inquisidor.
En Toledo, De Landa escribió su famosa Relación de las Cosas de Yucatán (circa 1566), que es la primera crónica española sobre la organización social, religión, costumbres, escritura y otros aspectos importantes de la cultura de los nativos del área Mesoamericana. Para los investigadores, la obra de De Landa es para la escritura maya lo que la Piedra Roseta para la egipcia, puesto que sirvió de punto de partida para entender los fundamentos del alfabeto maya.
Hoy tan solo se conserva una copia incompleta y anónima de 1616, la cual fue descubierta en el siglo XIX por Charles Brasseur de Bourboug en la Biblioteca de la Real Academia de la Historia, de Madrid. El texto se publicó en 1864, en París.
La obra del obispo
De Landa, durante su primera estadía en tierras americanas, ofreció a los indígenas imágenes católicas en lugar de aquellas que ya veneraban en sus ceremonias.
Una de sus primeras acciones fue reunir algunos objetos de su gusto y guardarlas en un cajón para que, desde Yucatán, se enviaran a Guatemala, donde un escultor fabricaría las imágenes. “Por ser el camino no solamente dilatado sino muy áspero de subidas y bajadas, determinó el padre De Landa que llevasen el cajón los indios sobre sus hombros, lo cual no rehusaron ellos, así por estar acostumbrados a este género de carga, como por su devoción, por llevar en el cajón las imágenes de María, la cual premió la Señora con una grande maravilla. Porque cogiéndoles el tiempo de las aguas en el camino, y siendo muchos y recios aguaceros, jamás cayó gota de agua sobre el cajón ni sobre los indios que lo llevaban, ni a los que iban a algunos pasos alrededor de ellos. Lo cual observaron todos con grande admiración y se ofrecían gustosos a sustituir unos por otros en aquella carga, que era de Dios tan favorecida”.
Esta, claro, es una versión arreglada por los religiosos católicos, ya que fue escrita en 1755 —casi dos siglos después de los primeros años de De Landa en Yucatán— y narrada como si hubiera sido vivencial. La autoría es del sacerdote Francisco de Florencia, en colaboración con el también sacerdote Juan Antonio de Oviedo, ambos de la Compañía de Jesús, y está publicado en el Zodiaco Mariano.
Luego de ser absuelto del juicio en España, De Landa fue nombrado obispo de Yucatán. Llegó a su diócesis en 1573, en compañía de unos 30 religiosos. Para entonces, por real cédula del 29 de diciembre de 1571, ya se había instaurado un Tribunal de la Inquisición en ese lugar, en el que se ordenaba que “a todos los que se apartaran de la fe católica se les aplicaran castigos con todo el rigor”.
Alrededor de 1574 o 1575, los nativos yucatecos empezaron a aprender la doctrina cristiana por una impresa, escrita por De Landa. En una carta que escribió en 1578 dice: “En esta tierra no se ha traduzido en la lengua más de una doctrina christiana que yo hize imprimir en esa ciudad estando en ella”.
Fray Diego de Landa falleció el 29 de abril de 1579. A lo largo de los años, sus actos han sido discutidos. El sacerdote Diego López de Cogolludo (1613-1665) lo presenta como santo, pero otros lo han tildado de “fanático, extravagante y de corazón tan duro que rayaba en crueldad”, o bien que era “de pasiones que le conducían a acciones imprudentes y atroces”. Lo cierto es que De Landa, el obispo incendiario, pasó a la historia con la paradoja de ser un importante cronista de la cultura maya y, al mismo tiempo, el principal artífice de la destrucción de su memoria colectiva.
Luego de su muerte, en Yucatán, así como en las demás regiones colonizadas por los españoles, continuaron las acciones inquisidoras, la mayor parte relativas a supersticiones, hechicería, blasfemia e inmoralidad.
Censura del Clero
De Landa no fue el único que incineró la historia de los mayas antiguos. Hubo otros religiosos, entre ellos el obispo Francisco Marroquín, quien en 1558 o 1559 llevó a cabo un auto de fe en Santiago de Guatemala, en el que “se penitenció públicamente a muchos indígenas vestidos con sambenitos (…) se les azotó y se quemó una regular cantidad de ídolos”.
Más adelante, a principios del siglo XVII, fray Antonio Margil de Jesús cometió actos de esta índole durante sus siete meses como evangelizador e inquisidor en la región de Suchitepéquez. En un informe que envió a la Corona española, en 1704, menciona a los pueblos de Samayac, San Pablo, San Bernardino y San Gabriel. En el encabezado detalla su misión: “Destrucción de la deidad fingida, mentirosa y vana, de Lucifer maldito y de todos sus secuaces, los demonios, y, juntamente, noticia verídica y breve de su ruina y abominaciones, que se dirigen a solo usurparle a Dios Nuestro Señor su imperio, su honra, su gloria y toda su deidad, si pudiera”.
En este documento recopila sus observaciones, entre ellas sobre los calendarios y ceremonias mayas. Consternado, indica que la obra evangelizadora de su tiempo “no ha dejado huellas profundas”, ya que la población solo había adoptado términos y rituales de los misioneros, “malinterpretándolos y ubicándolos en ceremonias nativas”.
Dice, además, que en aquella zona había identificado a “tres papas del demonio”, que estaban en Samayac, San Gabriel y San Pablo. “Estos tres demonios malditos de Dios han sido oráculos y adivinos de toda esta provincia, y no sabemos si en lo de adelante habrá otro, aunque tenemos alguna luz de que puede ser que lo haya. A estos malditos les besaban las manos y pies todos los demás indios e indias y los veneraban como a grandes santos y profetas sucesores de sus antiguos, porque eran el archivo de todas sus costumbres y ceremonias antiguas. A estos iban a preguntar si tal o tal enfermo moriría o no, y lo que se admira es que acertaban, aunque también erraban (…) El modo con que estos adivinaban era así: enseñóles el Demonio a sus papas antiguos a observar las influencias del año, de los meses y días con tal arte y agudeza que sabido esto no necesitaban de ver el cielo ni sus estrellas para observar sus efectos”.
Fray Antonio Margil se refería, en este caso, al conocimiento del Tzolkin —cuenta de los días—, el calendario maya.
Para combatir esta práctica, el religioso quemó objetos rituales y cuadernillos prehispánicos, y encargó a las autoridades civiles a castigar corporalmente a los responsables de ejecutar cultos no cristianos, a la vez que se les obligaba a cantar y rezar a la Virgen María y a Cristo.
El destrozo sistematizado de objetos mayas continuó por todos los territorios conquistados. Inquisidores como Antonio de Arroyo y Pedro Sánchez de Aguilar se dedicaron a su búsqueda y destrucción, así como los frailes Pedro Mártir de Anglería y Antonio de Ciudad Real. Estudios indican que, para 1635, los códices habían desaparecido por completo.
Pese a estos abusos de poder, los españoles no consiguieron acabar con las ancestrales manifestaciones religiosas de las comunidades nativas, ni mucho menos con los relatos históricos que conservaban. Entre los indígenas, por ejemplo, se escribieron otros libros de forma clandestina, como los Chilam Balam, que contienen mucha información que estaban en los códices prehispánicos. Esa obra, precisamente, contiene relatos cosmogónicos, ritos de iniciación, textos calendáricos e históricos sobre los principales grupos de Yucatán, y la devastación causada por los conquistadores españoles.
Importancia
Para evangelizar a la población nativa del Nuevo Mundo, los religiosos españoles creyeron necesario destruir todo lo que consideraban “pagano” u “obra del demonio”. De esa forma, con las incineraciones de los obispos Diego de Landa, Francisco Marroquín o de fray Antonio Margil de Jesús, entre otros, se perdió mucha de la historia escrita de los mayas, teotihuacanos, toltecas y aztecas, culturas que escribían las gestas de sus gobernantes y comunidades en códices, lienzos, estelas, esculturas, murales y vasos ceremoniales.
En las crónicas españolas de los siglos XVI y XVII se indica que los sacerdotes llamados ah kin may eran los responsables de pintar y guardar los códices, mientras que los ah kin eran quienes los usaban en los rituales de adivinación a principios de cada año.
El padre Francisco de Burgoa (ca. 1600-1681), se refirió a la importancia de estos códices: “Se hallaron muchos libros a su modo, en hojas o telas de especiales cortezas de árboles que se hallaban en tierra caliente y las curtían y aderezaban a modo de pergaminos (…) donde todas sus historias escribían con unas caracteres tan abreviados que una sola plana expresaba el lugar, sitio, provincia, año, mes y día con todos los demás nombres de dioses, ceremonias y sacrificios o victorias que habían celebrado y tenido”.
En la obra Década Cuarta de la Historia general de los hechos de los castellanos en las Islas y Tierra Firme del Mar Océano que llaman Indias Occidentales, escrita entre 1601 y 1615 por Antonio de Herrera y Tordesillas, se indica que en la provincia de México, los nativos “tenían su librería, historia y calendarios, con que pintaban; las que tenían figuras, con sus propias imágenes y con otros caracteres, las que no tenían imagen propia: así figuraban cuanto querían (…) Y luego que entraron los castellanos en aquella tierra, que enseñaron el arte de escribir a los indios, escribieron sus oraciones y cantares, como entre ellos se platicaban, desde su mayor antigüedad: por sus mismos caracteres y figuras escribían estos razonamientos, y de la misma manera escriben el Pater Noster, y el Ave María, y toda la Doctrina Christiana”.
Los temas más sobresalientes que aparecen en las crónicas mesoamericanas, según el documento Crónicas Mesoamericanas (Editorial Galería Guatemala, 2008), son las migraciones, la conquista del Altiplano y Costa Sur, dinastías gobernantes, tierras comunales, alianzas matrimoniales, música y danza y la Conquista española.