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Fray Guillermo Bonilla sentó las bases para fundar las Obras Sociales del Santo Hermano Pedro, en Antigua Guatemala

Dejó todo para abrazar la pobreza, apelar a la caridad y entregarse a los más necesitados.

Fray Guillermo en el Hogar Virgen del Socorro, anexo de las Obras Sociales del Santo Hermano Pedro, las cuales ayudó a fundar. Foto Prensa Libre: Juan Diego González.

Fray Guillermo en el Hogar Virgen del Socorro, anexo de las Obras Sociales del Santo Hermano Pedro, las cuales ayudó a fundar. Foto Prensa Libre: Juan Diego González.

Fray Guillermo Bonilla Carvajal nació el 13 de agosto de 1945 en Alajuela, Costa Rica. Desde pequeño sintió el llamado de Dios, aunque no pudo ser sacerdote porque la Iglesia no admitía a “hijos naturales” —aquellos que son fruto de una pareja que no contrajo matrimonio—. Pese a ello, persistió y logró su propósito con la orden de los franciscanos, institución en la que conoció de mejor forma la obra que, en su tiempo, dejó el Hermano Pedro de San José de Betancur —ayudar a los enfermos, a los convalecientes y al prójimo que sufre—.

 

Vino a Guatemala en 1976 y de inmediato puso en marcha varios proyectos, los cuales fueron la piedra angular para establecer las numerosas ayudas que, hasta ahora, brindan las Obras Sociales del Santo Hermano Pedro, en la ciudad colonial.

Hoy, fray Guillermo es el encargado de la enfermería provincial localizada en el Hogar Virgen del Socorro (km. 46.2 de la ruta hacia Santa María de Jesús, aldea San Juan del Obispo, Antigua Guatemala) donde cuidan a los frailes ancianos.

Ataviado con su hábito café y cordón blanco con tres nudos que representan los votos de pobreza, obediencia y castidad, en esta entrevista repasa gran parte de su vida, la cual ha ofrecido para servir al prójimo.

¿Cómo recuerda su niñez?

Quedé huérfano de padre cuando tenía 8 años, así que mi mamá le tuvo que hacer frente para a mantener a sus once hijos, de los cuales soy el cuarto.

Imagino que fue bastante fuerte para ella.

Sí, porque estuvo solita, haciendo tortillas, lavando y planchando ropa ajena. Gracias a Dios salimos adelante.

¿En qué momento surgió su interés por llevar una vida religiosa?

A los 13 años, cuando ingresé al Seminario Menor del Espíritu Santo, en Alajuela. No pude estar ni un solo año, pues en aquella época la Iglesia no admitía a “hijos naturales”. Sin embargo, insistí y llegué al Seminario de Padres Franciscanos Conventuales en San Antonio de Belén, Heredia; ahí cursé hasta tercero básico, pero no pude seguir los estudios sacerdotales por el mismo motivo.

¿Se decepcionó?

Por supuesto. De hecho, mi mamá sintió dolor, pues al no casarse cargó con la culpa de aquello.

¿Qué hizo entonces?

Experimenté una especie de rebeldía, así que abandoné las cuestiones relativas a la religión y, en esas, empecé a trabajar en una ladrillera. Poco después, unas viejitas me insistieron para que regresara a la parroquia; hablaron con el sacerdote y me aceptaron como sacristán y para impartir clases de catequismo, bautismo y otras cosas más.

En definitiva, estaba destinado a servir…

Así lo creo. En ese tiempo conocí a un padre de la orden de los capuchinos, quien, cierto día, me pidió hablar con el sacerdote de la iglesia donde yo estaba, pues quería ver la posibilidad de que en la misa hubiera un espacio para destacar la importancia de seguir la vocación religiosa. A mí sinceramente me dio una risa tonta y, evidentemente, se molestó. Luego, sin embargo, comprendió el motivo de mi reacción. “Padre, usted viene a hablar de vocación, pero a mí me retiraron del seminario por ser hijo natural”, le dije. Después me enteré de que él también había tenido el mismo problema.

¿Cuál fue el siguiente paso?

A los días llegué al Hogar Montserrat, en Puntarenas, una institución fundada por fray Casiano de Madrid en la que colaboré en el cuidado de los huérfanos. Ahí logré hacer mi postulantado y noviciado. En junio de 1965, fray Casiano falleció, así que la congregación se disgregó.

De nuevo se quedó solo…

Quedé en la calle con unas valijas. Mi mamá, además, aún sentía dolor porque decía que era su culpa de que yo no hubiera podido ser sacerdote. Sin embargo, el Señor sabe los caminos…

¿Qué le tenía deparado?

Vine a Guatemala en 1976, con la iglesia Cristo Rey, en la zona 15. Dos o tres años más tarde me enviaron a la iglesia de San Francisco El Grande, en Antigua Guatemala, donde conocí mejor la obra del Santo Hermano Pedro de San José de Betancur.

¿Qué tareas le asignaron?

Ahí, fray Augusto Ramírez Monasterio —asesinado el 7 de noviembre de 1983— me sugirió que me dedicara a los peregrinos, al orden y aseo del templo, y al cuidado de la tumba del Hermano Pedro. Así lo hice.
Luego me mandaron a El Calvario para apoyar en la restauración del templo. Cierto día me senté bajo el árbol que sembró el Hermano Pedro y, sinceramente, creo que ahí nació mi admiración por lo que hizo.
Tengo entendido que alrededor suyo empezaban a juntarse varios jóvenes que lo apoyaban en las distintas tareas que debía llevar a cabo.
Exacto. Había unos 14 muchachos y otras 13 muchachas; al grupo de varones se le llamó Tenerife y al de ellas, Vilaflor, pues así recordábamos a las Islas Canarias, lugar en el que nació el Hermano Pedro.

Fray Guillermo es el encargado de la enfermería provincial, la cual cuida a los frailes ancianos y enfermos. Foto Prensa Libre: Juan Diego González.

¿Cómo empezó a tomar forma su obra?

Siempre recuerdo a la primera enferma que cuidamos. Fue una viejita que encontramos en un cafetal camino a El Calvario. Estaba recostada sobre un petate y gemía por el dolor que le causaban sus múltiples llagas. Después impulsamos un proyecto para alimentar a los pobres y paralelamente fundamos un dispensario médico; así surgió la primera casa del convaleciente, unos días antes de la visita del papa Juan Pablo II a Guatemala, en marzo de 1983. Como todo funcionaba bastante bien, nos empezaron a referir pacientes de hospitales de Antigua, Escuintla y Chimaltenango.
El 8 de septiembre de 1984 inauguramos un hogar para niños con capacidades especiales; meses después, una institución para los ancianos ciegos, seguido de un sitio que atendía a niños desnutridos y luego un psiquiátrico.

Creció bastante rápido.

Y ante la necesidad, a mediados de la década de 1980, solicitamos a la municipalidad antigüeña que nos cediera el antiguo Hospital de Eclesiásticos de San Pedro Apóstol, el cual había resultado severamente dañado durante el terremoto de 1976. La petición fue aceptada y de inmediato restauramos en inmueble. Así fue que empezamos a trasladar a todos los pacientes que estábamos atendiendo —hoy es la sede de las Obras Sociales del Santo Hermano Pedro—.

Se escucha fácil, pero imagino que el camino estuvo lleno de dificultades.

Claro. Para que esto fuera posible fue clave el apoyo de muchísimas personas, entre ellas Enrique Arzú, Guillermo Solórzano y Marta Novella, a quienes considero mis ángeles guardianes porque se volcaron a trabajar conmigo dentro del hospital para remodelar y equipar. Por supuesto que también estoy agradecido con toda la comunidad, porque cada uno aportó algo. Cuando íbamos al mercado a pedir limosna, las señoras siempre mostraron su generosidad al regalarnos buena parte de sus mejores productos —repollo, coliflor, zanahorias, güicoyes, carne o pollo, por ejemplo—, con los cuales alimentamos a muchos necesitados.

De los incontables casos que ha visto, ¿cuáles le han impactado más?

Hubo una niña con síndrome de Down que quedó huérfana —su madre falleció y su padre siempre estuvo ausente—. Se había quedado a cargo de un tío, pero nos la entregó porque dijo que no podía mantenerla. Sin embargo, nunca nos dio datos. En fin, se le efectuaron los exámenes médicos respectivos y descubrimos que estaba embarazada. Pasó el tiempo y dio a luz. Me impactó porque, a pesar de su condición, estaba consciente de su bebé, quien, lamentablemente, murió poco después ya que presentaba problemas congénitos.

¿Qué pasó con aquella niña?

La recibió una familia; la llevan a misa todos los domingos y también a los eventos que organizamos en beneficio de las obras. Me reconoce y me dice “papá”.

Supongo que la gente, al verlo, aprovecha para agradecerle.

Sí, en especial en los últimos años. Son cuestiones que a uno lo llenan y con las que me siento querido.

En su opinión, ¿qué es la felicidad?

Me ha hecho feliz ver que la obra ha crecido bastante gracias a la divina providencia y a la advocación del Santo Hermano Pedro, así como por los numerosos amigos que han apoyado a que esto se mantenga. Por todo eso, los más necesitados reciben comida y atención médica. Así que, en pocas palabras, lo que me satisface es ayudar al prójimo.

¿A qué se dedica ahora?

En 1994 me fui a Nicaragua y estuve ahí por 11 años; luego en Costa Rica por un lustro. Regresé a Guatemala por problemas de salud. Tres años más tarde me asignaron para atender un proyecto que ya se había encaminado desde hace poco más de una década, el cual cuida a los frailes enfermos y ancianos. Ahora somos ocho personas en esta casa y siempre hay trabajo.

¿Cómo vivió la canonización del Hermano Pedro, en el 2002?

¡Ah! Me siento orgulloso de haber llevado su reliquia. No fui yo quien se la entregó al Santo Padre, pero ahí estuve.

¿Así que pudo conocer a Juan Pablo II?

Sí; estuve cerca de él en Guatemala, Costa Rica y Roma.

¿Y al papa Francisco?

No lo conozco, pero creo que es un amor de persona, ya que ha ayudado mucho a los más necesitados.

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