Revista D

Diáspora garífuna

Las poblaciones garífunas asentadas en la costa del Caribe, en Lívingston, Izabal, lucen en la actualidad un tanto vacías. Es común observar a niños, abuelos y "tías" —mujeres de la familia que se hacen cargo de los menores— debido a que la mayoría cuando cumple los 18 años advierte que es el tiempo de migrar. Es el momento de la diáspora garinagu.

Para hablar de diáspora se debe entender que no solo se refiere al pueblo judío, sino también a grupos de personas que podrían tener un pasado dificultoso que culminaría con su expulsión, ser minoritario y tener la visión de una identidad común, además del rechazo de la sociedad a la que buscan integrarse”, afirma el antropólogo Alfonso Arrivillaga, estudioso de esa cultura y profesional de la Dirección General de Investigación de la Universidad de San Carlos.

Aunque los garífunas siempre han migrado, especialmente a Nueva York, desde hace una década este fenómeno se ha incrementado hacia la capital guatemalteca debido a que, entre otras causas, se les ha dificultado viajar en forma legal a Estados Unidos. De esa cuenta, es común observarlos en la zona 1, vendiendo comida de su región, lavando carros y las mujeres haciendo trenzas, sobre todo en el Paseo de la Sexta.

La tendencia migratoria continúa y se acrecienta y sus impactos son sensibles. “El país pareciera no avizorar y no tener en sus prioridades las respuestas a este fenómeno”, afirma Arrivillaga.

Las proyecciones basadas en el Décimo censo de población del Instituto Nacional de Estadística para el 2011 indican que el total de la población garífuna en el territorio nacional es de cinco mil 40. Y aunque no hay cifras exactas, se calcula que unos 250 mil de origen garífuna —Guatemala, Honduras y Nicaragua— viven en Estados Unidos.

Discriminación

La multiculturalidad del país es un hecho innegable; sin embargo, la invisibilidad de muchos grupos es un lastre que impide el desarrollo de la sociedad en general. La encuesta elaborada por Prodatos para Prensa Libre en el 2011 revela que el 77 por ciento de la población acepta que existe la discriminación racial.

Este es el caso del pueblo garífuna, que vive en territorio nacional desde hace 216 años y que ganó su derecho a las tierras gracias a su servicio militar en favor de la Capitanía General de Guatemala, pero con el tiempo ha visto reducido su espacio y sus oportunidades, al punto de que ha iniciado una migración que cada vez es más evidente en la capital.

La odisea

Las migraciones de los pueblos han sido siempre una constante en todo el planeta, pero el dolor de partir y el duro proceso de adaptación que le sigue es íntimo e ineludible para cada migrante. A pesar de vivir en la capital, los garífunas o garinagu, como ellos mismos se denominan, se sienten extranjeros en tierra propia.

Pablo Sánchez es originario de Lívingston. Aunque trabajó como albañil y marinero en su pueblo, al casarse decidió emigrar a la capital. De eso ya han pasado 14 años. La familia ha crecido y los mayores aportan a la economía del hogar, mientras los pequeños estudian. Pablo cursó hasta tercero básico, pero no tiene un trabajo formal.

Luego de haber renunciado a un empleo estable por razones de salud, se ha visto en muchos apuros para conseguir el sustento. En el peor momento de su crisis económica decidió hacer un vocabulario básico de palabras en garífuna y venderlo en los autobuses. Las ganancias fueron buenas, y luego de un tiempo grabó un disco compacto con la fonética de aquellas palabras. Hoy vende comida de esa región que su esposa prepara, algunas veces para eventos, y a diario por las calles de la ciudad.

Nada nuevo

“Entre las décadas de 1960 y 1980 arribaron los primeros garífunas a la Ciudad de Guatemala. Muchos de ellos trabajaron en un restaurante de pollo frito, pero no eran muy bienvenidos, porque se pensaba que no eran guatemaltecos”, afirma Marvin Martínez, activista social garífuna.

De tal forma que se empezaron a registrar varias comunidades, específicamente en el Barrio Gerona, de la zona 1, y en Nimajuyú, en la zona 21. Sin embargo, estas se han dispersado sin conservar las características de grupo organizado. Hoy se reconocen concentraciones de garífunas en las zonas 6, 7, y 18, e incluso fuera de los límites capitalinos.

En la región de las Verapaces, el gobierno de Justo Rufino Barrios despojó a los queqchíes de sus tierras ancestrales, por lo que desde entonces comenzó una considerable migración hacia el sur de Izabal y con el tiempo esta etnia se convirtió en mayoría, lo que sumado al despojo de las tierras durante el conflicto armado ocasionó otra serie de migraciones garífunas a distintas poblaciones, entre ellas a Puerto San José, Santa Lucía Cotzumalguapa, en Escuintla y Belice.

Tal parece que la interacción entre la población capitalina y los garífunas se ha dado con demasiada lentitud. “El desconocimiento de la cultura es la principal barrera entre nosotros y los citadinos, pero considero que podemos empezar a acortar esa brecha. La convivencia con otras etnias no es algo nuevo para nosotros, lo hemos hecho por más de 200 años, solo es cuestión de que los capitalinos quieran darnos el espacio necesario”, afirma Carlos Caballeros, comisionado presidencial contra la Discriminación y el Racismo.

Después de los acuerdos de paz, se les abrieron puertas para emplearse en instituciones gubernamentales. El grupo ve con buenos ojos que haya un comisionado garífuna, lo cual considera un avance; pero, además pide la oportunidad de trabajar en la iniciativa privada.

Lidia Baltazar vivía en la zona 21 junto con sus tres hijos y su esposo. Ella completó el profesorado de Enseñanza Media y tiene un técnico en Psicología; sin embargo, nunca ha sido empleada en ninguna de las dos especialidades. Mario, su hijo de 12 años, sufría por discriminación en la escuela pública a la que asistía. Al principio Lidia acudió a los maestros para resolver el problema, pero nunca logró una respuesta positiva, siempre negaron que existiera algún acoso. El asunto terminó violentamente cuando el pequeño decidió quitarse la vida. Lidia entabló una demanda por discriminación y racismo luego de que la escuela prácticamente expulsó a su otra hija y le negó todo contacto con la institución.

A pesar de que en Lívingston no hay detenciones de garífunas por violencia y tampoco es algo común en la capital, existe mucha desconfianza a la hora de entablar una amistad o darles un empleo, indica María Trinidad Gutiérrez, directora de la Comisión contra la Discriminación y el Racismo.

La familia

Darwisha Sánchez Núñez es una jovencita de 17 años que nació en Lívingston y estudia segundo básico en un instituto de San José del Golfo. Como ha vivido desde los tres años en la capital, la prefiere porque piensa que tiene más oportunidades. Su sueño es graduarse de diversificado y luego ser una empresaria independiente. Sus principales opciones son comenzar un salón de belleza o poner un restaurante. Habla el garífuna fluido y conoce bien la gastronomía y los bailes de su cultura.

La composición familiar garífuna difiere de la ladina en que la primera es matrilineal, ya que es la mujer quien transmite la religión y la cultura. En Lívingston la población tiene un sistema amplio de colaboración y convive en familias extendidas. Pero esto no sucede en la capital, porque funciona como un núcleo debido a que la vida requiere más responsabilidad.

“Al venir aquí debemos volver a organizarnos, ya no solo la mujer dirige la familia o las actividades sociales, sino hombres y mujeres por igual”, indica Martínez.

Nicolás Rey, antropólogo especializado en pueblos negros e indígenas, de la Universidad de Guadalajara, México, afirma en el ensayo La movilización de los garífunas en Guatemala, que los dólares de las remesas también han cambiado las costumbres familiares en algunos casos, pues en lugar de albergar a toda la familia, quienes compran o construyen una vivienda en Lívingston se ven en la posibilidad de expulsar a algunos parientes, rompiendo con la costumbre.

A pesar de ello, Pablo Sánchez cuenta que una de las ventajas de la emigración es el control que se puede ejercer sobre los niños, pues se tiene la potestad de enviarlos a la escuela y lograr que estudien, en lugar de que acudan a las discotecas, tan populares en el departamento del norte.

Integración

Jeffry Higinio, de 29 años, asiste a un taller de creación audiovisual y diversidad cultural patrocinado por el Fondo Cultural de la Unesco y otras asociaciones, bajo la dirección de Domingo Lemus. El objetivo es mostrar la diversidad cultural en el país a través de medios audiovisuales. Se está especializando en la escritura de guiones, la producción con pocos recursos, edición y propaganda de su producto. Jeffry resalta que él compuso la música que se utilizará en el video.

Nuestro deseo es decir cómo somos, qué podemos hacer y qué queremos hacer. Nos sentimos como extranjeros en nuestro propio país. Todos aprecian los bailes y les parecen atractivos, pero no saben qué significan. Lo ideal sería que supieran que a través de ellos relatamos nuestra historia”, agrega Martínez.

Respecto de la promoción de su cultura, se sienten complacidos de que los capitalinos puedan conocerla, pero consideran que lo digno sería que los ministerios de Cultura y Deportes y de Educación se unieran a la celebración enseñando más sobre ellos a los niños en las escuelas y a la población en general.

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