
Rolando de León (68 años) es uno de los guatemaltecos que más galardones ha logrado. Nueve campeonatos del mundo, cuatro panamericanos, cinco récords mundiales y 28 nacionales son algunas de sus cartas de presentación. Además, ha recibido decenas de reconocimientos, entre ellos la Orden del Quetzal (1994) y la Orden Mateo Flores, de la CDAG (2013).
¿Pero cuál ha sido la base de sus logros? “La fuerza de voluntad y la ayuda de Dios”, responde De León, quien nació en 1950, en una casa de la Avenida Bolívar y 35 calle, zona 8, de la Ciudad de Guatemala. “Los primeros meses los viví como cualquier bebé, pero cuando tenía 10 meses contraje poliomielitis. Lastimosamente, la vacuna contra ese mal se descubrió hasta 1955”, cuenta.
Con el apoyo de sus padres asimiló su discapacidad durante los primeros seis años. Los problemas llegaron cuando asistió a las escuelas de educación primaria Alberto García y Pedro de Betancourt, en la zona 3. Sus compañeros se burlaban, lo golpeaban, empujaban y botaban, lo cual le afectó psicológicamente. “Me sentía el más marginado del centro escolar”, recuerda.
Hubo veces que no aguantó la cólera y con sus muletas se defendió, incluso, entró a los sanitarios —que eran colectivos— y con las muletas golpeó a los que le hacían bullyng. “Con eso pretendía que me respetaran, pero me castigaron poniéndome de pie bajo la campana durante media mañana”, evoca.
Al concluir la educación primaria, comenzó a buscar empleo, pero nuevamente el problema físico que le causó la poliomielitis salió a relucir. Solicitó empleo en negocios que mostraban carteles donde se leía: “Se necesita patojo chispudo”. Al hablar con los encargados le respondían: “Fíjese que ya dimos el trabajo, cómo no vino antes”. A los pocos días pasaba por los mismos lugares y aún veía los rótulos. “Entonces entendía que me rechazaban por mi deficiencia física”, explica.
La única alternativa que encontró para ocuparse fue que su madre intercediera. Fue así como laboró en una sastrería, después en una zapatería, luego una hojalatería y finalmente en el taller de mecánica, enderezado y pintura Gil, que operó en la zona 4. Con esto cumplió un sueño porque cuando cursó la primaria conoció a Leonel, a quien veía “bien toro” y le preguntó qué hacía para tener el cuerpo desarrollado. “Trabajo en un taller y de tanto aflojar tuercas me crecieron los brazos”, le respondió. Con el tiempo supo que levantaba pesas.
Su gran amigo
En el taller Gil, a la hora del almuerzo, los empleados formaban una cola para lavarse las manos en un chorro. Un día, uno de sus compañeros —César García— se quitó la camisa y nuevamente De León sintió curiosidad por la musculatura del muchacho, por lo que se le acercó y le preguntó qué hacía. “Ejercicios”, le contestó. ¿Me puede enseñar? preguntó De León. Por supuesto, le replicó, y acordaron que a la hora de salida se pondrían de acuerdo.
Dicho y hecho, a las 18 horas se reunieron y se dirigieron a una esquina del taller, donde le enseñó a efectuar despechadas y luego colocó un tubo para practicar dominadas. “Empecé a sentir la magia de este deporte. Mi pecho y mis brazos comenzaron a llenarse de sangre y tuve la sensación de bienestar, tanto que solté las muletas. Nunca había experimentado algo así. Desde entonces me dedico a este deporte”, afirma.
Con la chatarra del lugar elaboraron mancuernas y barras artesanales para entrenar. A los pocos días ya no se ejercitaban solo ellos, sino varios empleados. “Todo lo que he logrado se lo debo, después de Dios, a César”, confiesa.
Por la poliomielitis, De León tenía una pierna delgada. Un día García y otro amigo lo llevaron a una piscina. Ambos salieron del vestidor, pero Rolando no se atrevió, por lo que regresaron por él. “Es que me da vergüenza mi pierna delgadita”, expresó, a lo que César respondió: “No se la van a ver, mejor infle el gran pecho y la espalda porque nadie los tiene así”. Les hizo caso y salió. En el camino su amigo le dijo: “Ya vio cómo lo voltean a ver por el pechón y la espaldona”. “Yo apenas tenía tres o cuatro meses de entrenar, por lo que eso no era cierto, pero me hizo sentir bien, me levantó la autoestima”, recuerda.
Hacia arriba
El equipo del taller de mecánica resultó insuficiente, en 1966, por lo que decidió
trasladarse a la Federación de Levantamiento de Pesas, en el Gimnasio Nacional Teodoro Palacios Flores. Allí se topó con compañeros musculosos que lo inspiraron a continuar practicando y, a la vez, comenzó a observar competencias de fisicoculturismo y levantamiento de pesas. Por ese tiempo rozaba los 16 años.
Decidió inscribirse en el primer campeonato de novatos en cultura física del Palacio de los Deportes. El día de la competencia el presidente de la Federación, Enrique Bremermann, y el periodista Arsenio Pérez Hernández, lo llamaron y le informaron: “Para cultura física tiene que usar calzoneta, porque incluye todo el cuerpo, y usted por su pierna no puede competir”. Entonces les contestó: “Trabajo en un taller de mecánica y he visto carros que avanzan con tres ruedas. En esta disciplina hay subdivisiones de pierna, pecho y abdominal, entonces ahí quiero participar. Aceptaron. No gané nada, pero me abrieron la puerta para seguir entrenando y concursando”, indica.
En 1967 ocupó el primer lugar en el concurso Señor Guatemala. En 1976, la Asociación Guatemalteca de Rehabilitación solicitó a la Federación de Levantamiento de Pesas, donde trabajaba como instructor, que le dieran permiso para competir en los Cuartos Juegos Paralímpicos celebrados en Canadá, donde logró la medalla de bronce al levantar 340 libras, lo cual lo motivó.
“En 1978 participé en el mundial que se efectuó en Inglaterra, donde alcé 370 libras y gané el primer lugar. En total logré nueve campeonatos mundiales, medalla de bronce en los Juegos Paralímpicos de Canadá, en 1976, y la de oro en los de Seúl, Corea, en 1978. Me retiré de las competencias mundiales en 1998”, concluye De León, quien actualmente es propietario de un gimnasio que lleva su nombre, en Mixco. Sus tres hijos varones —de siete— practican el mismo deporte, en el cual han ganado certámenes a nivel nacional y centroamericano