Revista D

HACIA LA RECONCILIACIÓN

Tras décadas de guerra interna, Ruanda busca el desarrollo.

Ruanda se repone del genocidio de 1994. (Foto Prensa Libre: Archivo)

Ruanda se repone del genocidio de 1994. (Foto Prensa Libre: Archivo)

Ruanda es un país africano de apenas 26 mil kilómetros cuadrados —cabría dentro del territorio de Petén—, cuyos 11.4 millones de habitantes aún se reponen de las secuelas del genocidio de 1994, el cual dejó al menos 800 mil muertos en tan solo cien días —algunos reportes, incluso, elevan el número a más de un millón—.

Recién se han cumplido 20 años del comienzo de aquel sangriento y oscuro episodio. Los ruandeses, sin embargo, muestran signos de lucha, de prosperidad. Tanto así que corresponsales de agencias de noticias describen a su capital, Kigali, como una ciudad limpia, con calles bien pavimentadas en las cuales se puede caminar por la noche sin temer un asalto. Incluso, “invierte más en tecnología que Guatemala”, aseguró a Revista D, en entrevista reciente, el científico Fernando Quevedo Rodríguez, director del prestigioso Centro Internacional Abdus Salam para la Física Teórica, en Italia.

Eso se refleja en la comunidad tecnológica kLab, uno de los pilares de Visión 2020, un plan que el presidente Paul Kagame impulsa para convertirse en un país competitivo y con habitantes de ingresos medios.

El acelerón también se evidencia en el informe Haciendo Negocios 2014, del Banco Mundial, el cual ubica a Ruanda como el segundo mejor país africano para hacer negocios, solo por detrás de la República de Mauricio. Desde el fin del genocidio, su gobierno ha apostado por el sector turístico y de servicios, y no esperar a la caridad internacional. También ha fortalecido las instituciones encargadas de impartir justicia, por lo que la organización Transparencia Internacional la sitúa como la nación con menos corrupción en África del Este.

La huella del genocidio

Pese a los avances, el también llamado País de las Mil Colinas aún arrastra las heridas del genocidio. Las raíces del conflicto se remontan a finales del siglo XIX, cuando el territorio estaba colonizado por los alemanes, quienes, derrotados tras la Primera Guerra Mundial, dejaron el territorio bajo mandato belga por la Sociedad de Naciones en 1922.

Precisamente fueron las autoridades belgas las que avivaron la rivalidad entre la población. De esa cuenta, desde 1934, los ruandeses debían llevar identificaciones en las que se mencionaba al supuesto grupo étnico al que pertenecían. “Supuesto”, porque la separación no tenía nada que ver con la realidad, ya que la división ni siquiera era étnica, sino más bien socioeconómica.

Los hutus eran los agricultores y los que vivían modestamente, mientras que los tutsis, que representaban tan solo el 15 por ciento de la población, eran los ganaderos y quienes tenían más dinero, lo que les daba más prestigio. Pero si un hutu prosperaba, se volvía tutsi. Y a la inversa: si un tutsi se volvía pobre, perdía su estatus.

La frustración de los hutus creció, por lo que se sublevaron en 1959 y asesinaron a miles de tutsis. Los sobrevivientes huyeron en masa a los países vecinos. Dos años después, terminó la monarquía tutsi y se fundó la República de Ruanda, que proclamó su independencia en 1962.

A partir de entonces, hasta 1966, los exiliados tutsis se armaron para desestabilizar al régimen hutu. Cada vez más fueron rechazados y los tutsis que vivían en Ruanda sufrieron represalias.

En 1973, el general hutu Juvenal Habyarimana tomó el poder con un golpe militar y causó otro éxodo tutsi. Los exiliados permanecieron en la lucha, por lo que en 1987 crearon en Uganda el Frente Patriótico Ruandés (FPR) y su brazo armado, el Ejército Patriótico Ruandés, que lanzó ataques guerrilleros en Ruanda desde 1990.

Con la presión internacional, Habyarimana renunció al régimen de partido único e instauró un sistema multipartidista. También se negoció con los líderes del FPR en pláticas que se llevaron a cabo en Arusha, Tanzania. Estas eran señales de paz, pero el gobierno ruandés, en secreto, planeaba la “solución final” al “problema” que planteaba la existencia de los tutsis.

El 4 de agosto de 1993, los rivales firmaron los Acuerdos de Arusha, con los cuales los hutus y tutsis se comprometían a compartir el poder. Cuatro días después se creó la radioemisora Mil Colinas, que jugó un papel importante en el genocidio al instar a los hutus a masacrar a los tutsis.

El 6 de abril de 1994, el avión en el que viajaba Habyarimana y Cyprien Ntaryamira, presidente de Burundi, fue derribado por un misil cuando estaba por aterrizar en Kigali. Hasta ahora no se sabe quién fue el responsable del atentado.

Al siguiente día, la milicia hutu denominada Interahamwe empezó la “limpieza étnica” a golpes de machete y garrote y mató a quien se pusiera enfrente; no escaparon niños ni ancianos.

En solo tres meses mataron al menos a 800 mil tutsis. La violencia también obligó a que dos millones de hutus huyeran a los países vecinos, a la vez que un millón de tutsis regresaban del exilio. Era una época en la que, literalmente, había cadáveres por doquier. Y todo esto, sin la intervención internacional. Ni la ONU movió un dedo. De hecho, Kofi Annan, entonces secretario adjunto para los Operativos de Paz de la ONU en Ruanda, expresó su arrepentimiento por la pasividad de esa organización.

En 1998, Bill Clinton reconoció la responsabilidad global de la comunidad internacional en el genocidio y presentó disculpas a los ruandeses por no haber respondido a los pedidos de ayuda.

También se lamentó Guy Verhofstadt, entonces primer ministro de Bélgica, por la responsabilidad militar de su país en la tragedia tutsi.

Ahora, con la instauración del Tribunal Internacional para Ruanda, se ha juzgado a 17 altos responsables hutus acusados de crímenes de lesa humanidad.

Hacia la reconciliación

Ruanda aún padece las graves secuelas, pero los pasos para superar el sufrimiento han sido gigantes. Ahora, en abril de cada año, Ruanda llama a sus ciudadanos a la Kwibuka, la palabra ruandesa para “recordar”, en homenaje a las miles de vidas perdidas durante el genocidio de 1994.

Otras medidas que se han implementado es la de difundir el inglés —el país es francófono—, en parte por animadversión por los franceses, a quienes consideran cómplices del genocidio, pero también porque los actuales líderes crecieron y se formaron como militares en la anglófona Uganda.

Asimismo, resulta importante el hecho de que el Gobierno haya decidido borrar los datos sobre la pertenencia étnica de su población en los documentos de identificación. Ahora ya no hay hutus ni tutsis. Ahora todos son ruandeses.

Fuentes: CNN, BBC, El País,
Deutsche Welle y Revista Proceso

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