Llegamos al campo cuando aún la esperada fecha se frotaba los ojos. Salimos a las 3 de la mañana y llegamos a las cinco, a pie. Póngale gafete a su niño, por si se pierde.
El canto tantas veces ensayado arrancó en su versión definitiva. “Tú eres Pedro”. Pero la gritería era ensordecedora y las olas del mar amarillo estallaban. “Edificaré, edificaré, edificaré, mi Iglesia”, seguía el estribillo, mientras a lo lejos entraba Juan Pablo II al Campo de Marte con su capa roja, en una rauda caja de cristal blindado porque recién dos años antes un pobre turco que en verdad no sabía lo que hacía intentó matarlo.
¿Oyó nuestro canto? Estaba muy lejos como para reconocer en sus facciones al hombre sonriente de las mantas pintadas, pero el golpe espiritual que daba su presencia a cuadras de distancia aún debe estar en las memorias y las gargantas de quienes lo vieron pasar aquel 7 de marzo de 1983, así como hoy pasa rumbo a los altares.