Escenario

Virgen y el niño, de Ramón Banús

No podemos comprender la obra de Ramón Banús sin tratar de entender su profundidad mística.

Por eso es que Banús puede representar a la Madre de Dios con toda su serena grandeza. Plásticamente, los planos son los dominantes; en cambio reduce al unísono las sombras y es la luz la que modela, consiguiendo con esto la original perfección plástica. En esta obra, el conjunto es un complejo entrecruzamiento formado por los brazos de la Virgen y el Niño, trazados serenamente y produciendo, inusualmente, la sensación de movimiento y volumen.

Banús, dueño de una depurada técnica, ha creado un mundo que, pudiendo ser irreal, deja de serlo y se convierte en real. El preciosismo y la elegancia las desarrolla espléndidamente por la calidad de los matices, y por la tenuidad o fortaleza del trazo. La Virgen de perfil subraya el realismo, pero lo eleva por encima del mismo, por lo que siempre corre un aire de ensueño. Además de los volúmenes, del color y la luz, el rostro de belleza austera ha sido modelado en grandes planos de luz, existiendo en partes esenciales sombras que el artista coloca para provocar volumen. El traje de una sintética pureza en encendidos tonos rojos le imprime al conjunto suntuosidad y potencia, haciendo más expresivo el gesto de la Madre, gesto que es la continuación del cuerpo del Niño. Por los trazos y curvas ágilmente indicados, la línea serpea, segura e infalible. Ramón Banús crea en forma original un tema muchas veces realizado, pero aquí utiliza un lenguaje humano suntuosamente espiritual. Suprime los normales atributos como la corona de gloria o el resplandor del Niño, nada de simbolismos convencionales.

La corona de la Virgen es un tocado de su propio cabello que recuerda algo del Oriente. El resplandor del Niño es la alegría de estar en los brazos de su madre y el diálogo que sostuvieron toda la vida. Aquí todo es fluidez y limpidez, que se refleja en los rostros. Del fondo surge un parpadeante juego de luces y sombras, tonalidades de un azul claro que al mezclarse con el ocre forman un nuevo tono. El teorema de la luz-color encuentra en Banús a un intérprete de excepción.

En esta obra nos ratifica su extraordinaria técnica para resolver la reciprocidad de esa constante, incorporada al quehacer de los pintores desde el impresionismo. Banús, dentro de una tónica líricamente intimista, erige sus cuadros con apariencia de sencillez, logrando resultados extraordinarios al aplicar tonalidades degradadas, traducidas a veces por sutiles transparencias, conformadoras de sus figuraciones. Su formulación obedece a un rigor extremado del oficio, patente es su dibujo y obras de técnica mixta. Sus calidades cromáticas son extraordinariamente evidentes en las gamas, tonos y matices, y en una composición un tanto manierista.

El contenido y la intención de sus obras pone de relieve una zona conflictiva de la subjetividad en ellas, no fácil de desentrañar. Llama la atención el refinamiento y respeto hacia su pintura, lo que las hace más misteriosamente atractivas. Las formas en realidad son una ocasión subjetiva de una armonía estructural que se concreta en combinaciones de tonos. En esta obra, una vez más, quedan patentes las facultades que trascienden la obra de Banús, y lo perdurable de ellas, es decir, lo que constituye la historia del hombre.

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