García Lorca, que calificó la obra como “teatro de escándalo” , la escribió en 1930 durante su estancia en Cuba, tras el viaje que en plena crisis emocional había realizado un año antes a Nueva York. Después confió una copia a un amigo, el intelectual puertorriqueño Rafael Martínez Nadal, con la consigna de destruirla si él moría, convencido que no se podía representar en aquella época.
En agosto de 1936, en los primeros días de la Guerra Civil española, las tropas franquistas fusilaron a García Lorca en un camino a las afueras de Granada y arrojaron su cuerpo a una anónima fosa común aún hoy ilocalizada. Pero el manuscrito sobrevivió: única copia conocida de El Público, en una versión inicial sin depurar.
“Quizá por eso es tan compleja” , confiesa el escritor y músico español Andrés Ibáñez que la transformó en libreto para esta inédita versión operística, encargada en el 2010 por el anterior director artístico del Teatro Real, el belga Gerard Mortier.
Llevado a los escenarios en los años 1980, este drama surrealista vio su representación limitada en algunos países por un marcado carácter erótico y homosexual que ahora llega a la escena lírica.
“Es como si nos metiéramos dentro de la profundidad de la psique de Lorca donde no hay ningún límite, ninguna barrera. Es una obra por eso muy difícil. Lorca decía que era su teatro imposible y ese es nuestro primer reto, hacer una cosa imposible” , afirma Ibáñez.
Asegura haber mantenido en la ópera el carácter original de un texto en ocasiones muy duro: “la obscenidad, la crueldad y la irreverencia son elementos fundamentales del lenguaje poético de Lorca. No se han enfatizado ni se han evitado” .
Sin una trama lineal, la obra, cargada de figuras poéticas, está protagonizada por un director de teatro llamado a liberarse de las convenciones burguesas para arriesgar en sus propuestas artísticas y reconocer su homosexualidad.
Sobre la escena, un oscuro emperador romano, una inocente Julieta de Shakespeare o tres caballos blancos, símbolo del deseo sexual, encarnados por dos cantaores y un bailarín de flamenco que, con el torso desnudo y larguísimas crines plateadas, bailan sobre altas botas que simulan pezuñas al son de un piano marcadamente contemporáneo o de un desgarrador cante jondo.
Buscando “un resultado sonoro completamente nuevo” el compositor español Mauricio Sotelo, afincado en Berlín, utiliza elementos propios de la tradición operística europea -arias, dúos, interludios- en cuya textura entreteje la música y el cante de la Andalucía natal de García Lorca, tan queridos por el poeta.
Aquí el flamenco no se utiliza “como un elemento folclórico, sino como unos metales arcaicos, como la raíz oscura en el corazón del misterio” de la obra, explica Sotelo.
En su compleja partitura, interpretada por la orquesta Klangforum de Viena bajo la batuta del español Pablo Heras-Casado, hay también lugar para un coro, cuatro barítonos, dos tenores y dos sopranos.
Y para técnicas electrónicas como los efectos espectrales difundidos por 35 altavoces diseminados por la sala: “quieren recordar a aquellas vasijas resonantes distribuidas en los teatros romanos para hacer llegar los efectos de una manera más intensa al espectador” , explica.
La sensación onírica se completa con los decorados pintados por el artista alemán Alexander Polzin, el vestuario del figurinista polaco Wojciech Dziedzic, la coreografía del estadounidense Darrel Grand y la dirección escénica del chicano Robert Castro, quien encontró un paralelo al universo lorquiano en el arquetipo identitario de los mayas.
Todo con el objetivo de sacudir al espectador, en ocho representaciones, hasta el 13 de marzo, dedicadas a Mortier, fallecido hace un año de cáncer.
Según Ibánez, “esta obra se llama El Público porque es un espejo del público, porque el público tiene que ver en ella sus miedos, sus deseos, sus contradicciones” .
AFP