Boas es, sin embargo, responsable de modernizar la antropología como disciplina, y quizás también de vincularla a la lingüística. De origen alemán y discípulo de Wilhelm von Humboldt, se trasladó a la Isla de Baffin, donde tuvo la oportunidad de observar al pueblo esquimal y estudiar su lengua. No es baladí que Boas, de religión judía, se enfocara en demostrar que las culturas surgen como respuesta a factores ambientales y que no hay jerarquía que establezca diferencias entre los seres humanos, un cometido nada despreciable y que bien merece la pena recordar.
El relativismo lingüístico
A partir de sus postulados, Sapir y Whorf, dos antropólogos estadounidenses, desarrollaron un conjunto de ideas que se conoce como la hipótesis del relativismo lingüístico. Esta defiende que las estructuras morfológicas y el caudal léxico de una lengua reflejan la forma de concebir el mundo de una comunidad lingüística concreta y que, además, influyen en su forma de interpretarlo.
Whorf ilustró su teoría con multitud de ejemplos. Analizó, sobre todo, la lengua hopi (todavía utilizada por algunos hablantes amerindios de Arizona), que dispone de una sola palabra para denominar todo aquello que vuela excepto los pájaros, para los que existe otro término diferente. Este hecho parece estar vinculado a la importancia de este animal en su cultura.
El ejemplo de los colores
La hipótesis de Sapir y Whorf se opone, como menciona George Steiner en After Babel: Aspects of Language and Translation (1975), al reduccionismo de las teorías universalistas chomskianas. Actualmente presenta un resurgimiento con varios estudios, como el de las emociones de Conrad Jackson et al., que se interesan por esta línea de investigación.
Uno de los grandes campos de esta teoría es la diferente percepción de los colores a través del lenguaje. Por ejemplo, Paul Kay y Luisa Maffi, quienes han examinado los términos que se refieren a los colores verde y azul, han llegado a la conclusión de que tan solo 30 de los 120 idiomas analizados en su estudio cuentan con dos palabras diferentes (señaladas con un punto rojo en el mapa) mientras que 68 idiomas disponen de una única palabra (punto amarillo). Debemos, por lo tanto, deducir que los hablantes de estos 68 idiomas ven el azul y el verde como un mismo color.
Además, descubrieron que 15 de esas lenguas cuentan con una única palabra para los colores azul, negro y verde (rombo amarillo); dos que asimilan en un único término el azul y el negro, y nombran de otra manera el verde (rombo rojo); otras dos tienen una palabra para el amarillo, el azul y el verde (cuadrado amarillo); una única lengua tiene una palabra para amarillo y el verde, y otra distinta para el azul (cuadrado rojo); y dos lenguas en Australia no disponen de ningún término para referirse a ninguno de ellos (punto blanco). Las variaciones son verdaderamente asombrosas.
Palabras intraducibles
Por otra parte, la creación de palabras suele reflejar una necesidad concreta de que se invente ese término. Sin embargo, todo aquel que tenga la suerte de contar con una segunda lengua sabe que no existe una equivalencia perfecta de todas las palabras entre lenguas; de hecho hay palabras que solo existen en una lengua, y esto representa una de las mayores dificultades en la tarea del traductor.
Así, no debería extrañarnos que, tal y como menciona Steiner en After Babel, los gauchos argentinos cuenten con unas 200 palabras para distinguir a los caballos según el color de su pelo ni que en gallego exista un rico repertorio de términos que se refieren a la lluvia, como por ejemplo babuxa, chuvisca, froallo u orballo, tal y como refleja el Dicionario da Real Academia Galega.
Este nada despreciable abanico de denominaciones para un único fenómeno meteorológico se explica probablemente por la gran cantidad de borrascas y precipitaciones que acoge Galicia en su situación fronteriza con el océano Atlántico, donde se forman muchas de estas lluvias.
Bañarse en el bosque
Numerosos de estos vocablos de difícil traducción reflejan una perspectiva y una realidad que no existe, o no es relevante, en otras comunidades lingüísticas, y su análisis puede ser también relevante para el estudio de los pueblos y las civilizaciones. Por poner un ejemplo, la lengua alemana cuenta con multitud de palabras que demuestran una relación con el bosque especialmente positiva: Waldeinsammkeit (soledad en el bosque), que expresa la armonía casi mágica que uno siente cuando se encuentra en un bosque y la unión con este, y Waldbaden (literalmente, bañarse en el bosque), que se refiere a sumergirse en el bosque con todos los sentidos para alcanzar el bienestar y la plenitud. Heredera del Shinrin Yoku japonés, el baño en el bosque nos invita la relajación en un mar de tonalidades verdes, a escuchar el viento susurrar entre los árboles y el trino de los pájaros.
En este sentido, existen también terapias que surgen de esta relación con el bosque y que se ofrecen por clínicas especializadas en forma de estancias en la naturaleza. De ahí el término Waldtherapie, terapia médica que consiste en conectar con el bosque para mejorar enfermedades de diversa índole y que promete reducir la presión arterial, fortalecer el sistema inmunológico y moderar los niveles de estrés.
La identidad de cada pueblo
También Alemania es el país donde se ubican más de 2000 Waldkindergärten (guarderías del bosque para niños de hasta 6 años), es decir, centros educativos homologados que desarrollan su actividad en pleno bosque independientemente de las condiciones climatológicas. Los maestros han recibido formación específica, son expertos en Waldkindergartenpädagogik (pedagogía de las guarderías del bosque) y abogan por una educación en la que se interactúe con elementos de la naturaleza.
Existen, además, métodos de logopedia específicos para poner en practicar en el bosque (considerado el lugar óptimo), como demuestra la obra Der Wald ist voller Wörter (2009) (El bosque está repleto de palabras) de Michael Godau.
Todos estos vocablos reiteran la idea de que los bosques, desde cuyo imaginario se elabó gran parte de los cuentos de los hermanos Grimm, son parte esencial de la identidad del pueblo alemán, quien los visita recurrentemente. Pero, además, todos ellos fomentan que ese bosque sea entendido como un lugar de reclusión y armonía para el ser humano, a diferencia de otras culturas que lo entienden desde una perspectiva utilitarista.
Depósitos de cultura
Las lenguas nos sirven para expresar nuestras emociones, recordar nuestros pasados y desarrollar nuestras culturas. Embellecen la realidad con la literatura y son formas aglutinadoras de significado. Son, por lo tanto, depósitos de cultura y pensamiento e influyen también en la forma que tenemos de entender el mundo que habitamos, porque nos guían a observarlo a través de su caudal léxico. Precisamente sobre este tema versa mi contribución a un volumen sobre patrimonio, coordinado por Aurelio Pérez Jiménez, que se publicará a finales de año con Peter Lang.
Dice Díaz Rojo en “Lengua, cosmovisión y mentalidad nacional” que las palabras españolas desengaño y desmentir, difícilmente traducibles a otras lenguas, “presentan la verdad como una negación de la mentira” y que esto es intrínsecamente español.
Yo prefiero recurrir a nuestro repertorio léxico del español y nombrar –y finalizar así– los vocablos: desparpajo, duende (referido a la música), empalagar y sobremesa, y evocar otros significados, que también forman parte de nuestra idiosincrasia.
Patricia Álvarez Sánchez, Profesora de Traducción e Interpretación, Universidad de Málaga
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.