Vida

Los talleres de la libertad

No supe si el ruido venía del corazón o era simplemente el eco de mis pasos en la antigua Facultad de Medicina. Aquel martes 19 de marzo de 1996 fui el primero en plantarme en el piso ajedrezado y radiante del Paraninfo Universitario.Escritor guatemalteco radicado en España exalta, en clave de crónica,  el aporte de Marco Antonio Flores (+) a la creación poética del país.

Marco A. Flores, en una entrevista en el 2003.

Marco A. Flores, en una entrevista en el 2003.

No había cumplido los 20 y guardaba en el bolsillo un recorte de periódico: Marco Antonio Flores iba a dirigir un taller de poesía.

Sobre el papel conocía al narrador y al poeta. En 1992 sustraje un ejemplar de Los compañeros de la mesa de noche de mi abuelo. Tampoco dudé en buscar la columna dominical de Marco Antonio.

Dos años después, harto del aburrimiento sancarlista, decidí echarle un vistazo a los libros que ofrecían sobre plásticos azules. Ni la Teoría del origen de la vida, de A. I. Oparin, ni los discursos del Che Guevara; compré el primer tomo de la poesía reunida y lo devoré, absorto, en una chatarra de la ruta 4. Así que la idea de estrecharle la mano a uno de mis héroes me tenía impresionado.

Al igual que la hermosa garífuna que acudía apurada, pendiente de su hijo, o del muchacho que purgaba un viaje de cinco horas solo para estar allí, o de la señora que arrastraba a su marido a una trampa de letras, yo pensé que en aquel taller se nos enseñaría cómo escribir poemas. Supuse que Marco Antonio, convertido en profesor, iba a saturar una pizarra con esquemas y teorías.

Estábamos equivocados. Su método demandaba que escucháramos los textos de turno y enseguida despedazarlos con ataques lesivos.

Marco Antonio quería saber la opinión de todos y no aceptaba el miedo escénico como excusa. Mediaba entre el poeta y la plebe que pedía su cabeza. Solo enfundándonos en una piel de rinoceronte era posible no derrumbarse.

Si unos arrancaban las alas de los primerizos hasta hacerlos llorar y otros administraban embusteras píldoras de autoayuda, él introducía un comentario que, rápido o vehemente, era el secreto de la poesía a punto de revelarse.

De la noche a la mañana incorporamos a nuestro bagaje herramientas como “concelebrar”, “contrapunto” y “cacofonía”, y las utilizábamos, tajantes: “Lo concelebro”, “No lo concelebro”, “A tu poema”, o lo que fuera, “le falta un contrapunto”, o peor, a manera de una grave enfermedad: “Es demasiado cacofónico”.

Éramos doctos en Cavafis, Gelman y Vallejo. Aspirábamos a volver a Ítaca, a calcar Gotán y a morirnos en París con aguacero. Los recitadores no eran bienvenidos; tampoco los poetas malditos. Actuábamos con fiereza porque al fin y al cabo se trataba de aprendices confrontándose entre sí. Dejando de lado que nos batiéramos, frenéticos, imperaba la camaradería y el compromiso auténtico.

Marco Antonio ponía orden, situando en su contexto los materiales presentados. Reflexionaba sobre sus temas y sugería lecturas, formas de acercar los oídos y la mirada al hecho poético. Llegado el momento, sin vanagloriarse, sin levantar el índice, compartía su experiencia. Con seis brillantes poemarios a sus espaldas se comportaba con la sencillez y fraternidad del que sigue explorando. Siempre desplegó una pasión abrasadora en la que expuso con franqueza los caminos de su búsqueda.

Hablemos de 1996

La guerrilla había declarado el alto el fuego y el simulacro de paz estaba por firmarse. Era la época en que, desde el pasado, regresaban al país cientos de exiliados. Muchos de ellos para reparar las cosas que se quedaron a medias por culpa de la represión. Esos sueños postergados confluían en la poesía y en la amistad. Marco Antonio Flores creó un clima propicio para emanciparse de la negrura patria. Si eso ocurría en democracia, calibren ustedes la trascendencia del taller que impartió en los setenta a contracorriente de los regímenes militares.

Como una saludable caja de resonancia del taller, surgieron revistas —efímeras pero intensas—, grupos de esto y lo otro, lecturas de poesía en bares y cafés. Lo sustancial: empezamos a publicar, a meter bulla en una atmósfera que se había recalcitrado, equivaliendo arte y solemnidad. El Bolo fue artífice de la explosión cultural que surgió en la posguerra. Ayudó a que poetas en ciernes de todas las edades, virtudes y procedencias descubrieran hasta qué punto estaban cosidos a las palabras.

Uno no iba al Paraninfo a rendirle tributo a su celebridad, ni a inyectarse dosis de autoestima a costa de los demás. Íbamos a expresarnos sin cortapisas y dependía de nosotros sacar provecho a las catarsis que se renovaban a lo largo de los meses. Ese encuentro de generaciones y de sensibilidades, esa mezcla de matices humanos, fueron definitorios. Al menos para mí. Cuando entré al taller, llevaba años convocándose y se mantuvo. Nunca quise volver. Marco Antonio, sin hacerse responsable de nuestros egos, supo guiarnos a una zona en la que la única elección posible era la individual. No se nace poeta, ni se “gradúa” uno en esta “materia”: es un proceso de aprendizaje interminable.

No quiero decir que únicamente podía ser poeta el que tuvo la fortuna de frecuentar sus talleres. Hay voces que no poseen esta vivencia y, desde la soledad, o integrando sus propios grupos, han escrito libros notables. Pero a diferencia de ellos, los que asistimos al taller de Marco Antonio fuimos estigmatizados como problemáticos. El medio literario quiso ver en nosotros a los adoradores del diablo y nos borró de su lista de escritores bien portados. Y hasta se achaca, injustamente, a la Escuela del Bolo nuestros errores.

Al final de cada sesión, salíamos del Paraninfo «empalabrados», dispuestos a que nos comiera la noche. Deambulábamos en una ciudad sin extorsiones ni celulares. Todavía se nos permitía la bohemia y el optimismo. Cruzábamos el edén en medio del humo de las ventas callejeras y la presencia fantasmal de los travestis que se apostaban en sus esquinas. No pensábamos en los ladrones de la zona 1 más que en las metáforas que nos acababan de revelar que por nuestras venas corría sangre. Queríamos seguir platicando, que aquella complicidad no terminara nunca.

La gran lección del taller no fue otra que hacernos comprender que la poesía se escribe para saber quiénes somos. Lenguaje, conciencia, memoria. Lo de publicar y afamarse es una cuestión accidental. Basta con ocupar nuestro lugar en la inmensa minoría de la que habló el lírico español. Esa dignidad forma parte del legado de Marco Antonio. Gracias a él casi todos los talleristas, independientemente de lo que hagamos para ganarnos la vida o de la edad que tengamos, seguimos emborronando servilletas como si fueran las páginas de un libro sagrado.

DE TAL PALO, TAL PALABRA

Polémico, controversial: en Prensa Libre se publicaron varias entrevistas con el escritor Marco Antonio Flores (1937-2013). He aquí algunas frases.

 “Sigo manteniendo desde hace 45 años la misma concepción del fin de mi vida. Es decir, yo no le tengo miedo a la muerte. He mantenido 45 años  esa decisión permanente, y mi familia lo sabe. Mis hijas me apoyan en eso, y creo que voy a intentar realizarlo”. (Febrero del 2003)

 “En Guatemala me veo únicamente con dos amigos que nos conocimos en el colegio cuando teníamos 12 y 13 años. Uno fue comandante guerrillero y con el otro nos conocimos en los Boy Scout”. (Abril del 2006)

 “Ya no   me acuerdo de lo que puse en Los compañeros ni de Los muchachos de antes, yo no me acuerdo… Por eso digo que yo no tengo ego. El que se sienta a leer lo que publicó, ese tiene ego. Yo no me siento a leer más mis libros”. (Julio del 2009)

 “Prácticamente  todos los escritores actuales de Guatemala han publicado en La Ermita. Gente de diversas ideas, posturas y sectores han opinado en estas páginas, que son un espacio verdaderamente único en la historia de este país, porque no se limita ni se excluye a nadie”. (Diciembre del 2009)

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